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martes, 17 de agosto de 2021

Yo voy en tren



    Eran días de un calor pastoso y un aire enloquecido que parecía haber alterado la cordura, la sangre y el sueño de la gente en la ciudad que siempre le da la espalda al río y la cara a su pasado mas de lo deseable. En efecto, eran días en los que parecía revivirse un pasado indeseable en plena pandemia, días en que, para variar, los unos y los otros no se habían puesto de acuerdo en la estrategia vital de supervivencia en esto que algunos han dado en llamar la Tercera Guerra Mundial, y nosotros, los soldados, los llamados "ciudadanos", que los votamos para que nos protejan, habíamos quedado atrapados en la línea de fuego, sin entender bien dónde estábamos parados y lastimosamente desarmados de libertad. Los unos declamaban por los medios que lo prudente era quedarse en casa, mientras ellos, vacunados ya de entrada, se enfiestaban sin barbijo ni vergüenza, tal como hemos visto en fotos los últimos días. Nosotros nos teníamos que resignar a vivir del aire y del sol en las trincheras gastadas del "yendo de la cama al living" otra vez, y agua y ajo - a aguantarse y a joderse una vez mas -, porque no confiaban en el ejercicio de nuestra responsabilidad ciudadana ni nos vacunaban. Y mientras tanto, los otros nos declararon "esenciales" a unos cuantos, y nos ordenaron salir de las trincheras, porque ya era hora de volver al frente de batalla, para ir a pelear por el bien de la patria, pero sin escudo y sin armas, a luchar contra un enemigo letal e invisible que ya había bajado a varios de los nuestros sin que siquiera se nos permitiera la dignidad de una digna despedida por miedo y falta de protección.


En medio de esta confusa y dolorosa realidad en la que trasladarse a los puestos de trabajo y de lucha dependía de permisos complicados y apps colapsadas que algún genio había pergeñado desde el confort de su hogar y la falta de necesidad de subirse al transporte público que se intuye a ciegas y enfurece sordamente, me encontré yo con una señorita enfundada en su uniforme caqui, con uñas esculpidas y piernas gruesas cruzadas, montada a un taburete en la puerta del andén de la estación de tren. Era la empleada de turno del Ministerio de Transporte. Yo la doblaba en edad y en nivel de estudios. Ella tenía cinco anillos, tres piercings y dos tatuajes visibles. Ella estaba en el clímax de su carrera de empleada pública, yo en el climaterio de la propia como docente. Yo transpiraba la gota gorda, cargaba cuatro gruesos libros y rogaba, rozando mi rosario, que llevaba a todos lados junto con mi barbijo y la máscara que me habían dado como única protección, que me dejara pasar. Ella disfrutaba de su poder de agente de la KGB y de su labor de becaria bajo el sol de revisar pantalla por pantalla el celular de los pobres laburantes que, como yo, teníamos que pelarlo bajo el sol, sin ver una goma y sin entender bien qué hacer sin un tutorial, y mostrar nuestras credenciales validadas por vaya a saber qué genio informático que se llenó de guita en pandemia mientras tantos se fundieron y tuvieron que bajar persianas y plantar bandera, para poder viajar a donde nos habían mandado ir después de largos meses en los que nos habían mandado quedarnos, todo por el mismo mísero sueldo de siempre, por la misma obediencia debida y de vida de siempre en este íspa. Y punto final: nuestras preguntas, nuestras serias dudas, nuestros derechos de circular libremente, nuestros reclamos vitales móviles, eternos como los laureles que supimos conseguir, nos los teníamos que meter en el bolsillo, para decirlo de manera políticamente correcta.


Y sucedió lo que tenía que suceder, lo que yo ya me temía.... Ella saboreó su momento de sadismo y de poder, y me rebotó como una vez me rebotaron en New York City, por no dar el look de la rubia tarada y aburrida; me rebotó con desprecio, y eso fue lo que me sacó de quicio, porque yo solo tenía permiso para circular con mi vehículo particular, porque me asumió rica por tener un automóvil familiar con el que no contaba en aquella oportunidad en la que quería volver a casa en tren de trabajar porque me habían obligado a ir de manera presencial sin que nada hubiese cambiado para bien desde que se me había ordenado no ir y hacerlo de manera remota, desde casa y con mi computadora, esa que todavía estaba pagando en cuotas de mi propio y flaco bolsillo para poder cumplir con mi trabajo, tal como le intenté explicar a esta señorita, y porque, encima y con humos de generala, me hizo notar con su índice altanero coronado por una tremenda uña gatuna color rosa chicle, no contaba yo con la reserva digital en el tren, un tren que, de todos modos, iba y venía hasta las bolas y con demora, como siempre en esta bendita ciudad. Y lo que sucedió fue que la empleada del Ministerio de Transporte, subida a su taburete y con el índice levantado en rotunda negativa hacía mí, desató toda mi furia como en aquella película de los 90, y yo me percibí Michael Douglas cuando le grité lo que grité para mi propia sorpresa y la de mis compañeras de trabajo, que temían por mi integridad física y, sobre todo, por mi salud mental, que naturalmente ya estaba seriamente afectada de todas maneras para aquel entonces, como la de todos: ¿o debería decir "todes"?


Y finalmente hice lo que tendría que haber hecho mucho antes en lugar de ser tan buena y tan cumplidora, tan mansa y tan obediente toda mi vida... Hice lo que exhorta ese poema que se le adscribe a un Borges que no lo escribió, pero a quien, de todas formas, casi que no hemos leído y asumimos, desde nuestra burda y argenta ignorancia, que escribía novelas y frasecitas inspiradoras de autoayuda, y lo tildamos de gorila. Fui mas sensata y prolífica, menos higiénica, decidí viajar más liviano, tiré mi pesado bolso todo empapado de sudor por el papelón de la vergüenza ajena por entre los barrotes de la valla de contención con la que se había parapetado al andén, y me colé - furiosa y triunfal- por primera vez en mi vida, a los 52 años y con 10 kilos ganados en la pandemia a fuerza de encierro, canal Gourmet y forzada falta de actividad física. Me colé en el andén del tren ante los felinos ojos de la autoridad del Ministerio de Transporte. Y cuando ella me vio, tal como yo deseaba, sedienta de revancha en medio de mi ataque de ira bélica, luego del acalorado altercado que había tenido conmigo y con otros tres, creyendo que nos había vencido, cuando la mina clavó sus ojos en mí, por falta de arma, por sobre sus predecibles Ray Ban espejados, la miré, fiera, maltrecha y desafiante, pelé mi celular, pero esta vez lo alcé cual bandera alta en el cielo del atardecer porteño de guerra declarando una victoria bien habida, y le canté en pleno andén: 

-¡YO VOY EN TREN, no voy en avión!

Y me sentí mas libre que las estrofas del mismísimo Himno Nacional Argentino: me sentí Charly García saltando a una piscina desde las alturas y cantando su canción a viva voz, cuya letra había yo alterado de manera subversiva. Me subí al tren con taquicardia, por fin, pero aligerada, justo una hora antes del toque de queda del crepúsculo decretado para reducir contagios a la hora en que casi nadie viaja ni es factible que se vaya a contagiar, y después de asegurarles a mis colegas por los cinco grupos de WhatsApp que teníamos por entonces para trabajar - a toda hora del día y de la noche y los siete días de la semana -, que me encontraba sana y salva y camino a casa de colada como la mejor. Fue una epifanía vital de la que no hay retorno. Supe entonces que, de ahora en mas, los libros, que siempre me habían dado seguridad y respuestas hechas, no iban a formar mas parte de la geografía de mis días en la tierra, que en adelante iba a dejarme guiar de hora a hora por la intuición y por este grito de libertad que hizo que naciera de vuelta a la vida que yo elegía vivir. Fue entonces, entre lágrimas de bronca e impotencia, cuando me juré a mí misma, ya llegando a estación Pueyrredón, darme por desaparecida de esta realidad contradictoria para gritar definitivamente "Nunca más" y ponerle a esta distopía de mi vida en la ciudad el "Punto Final".