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miércoles, 4 de enero de 2023

Sempiterno

     


    Vi a Laura parada bajo el sol del mediodía en la esquina a punto de cruzar la calle, tal vez por primera vez después de aquella tarde de gemidos ahogados en desesperada incredulidad, emergiendo de la tumba en la que se había convertido su departamento en planta alta, ahora que su vida era una noche larga e insomne, ahora que su celda era la de una prisionera más del duelo, siempre oscura y fría por las ventanas cerradas y persianas bajas que rechazaban el aire y la luz de la tortura que implicaba cada nuevo día. Se habría forzado a salir después de meses, tal vez en el intento futil de adquirir los alimentos que no podría cocinar con manos temblorosas y que no podría pasar sentada a la mesa de la ausencia. Lucía delgada y débil, como si se le hubieran venido diez años encima, con el cabello crespo y la raya cubierta de canas que antes se empeñaba en tapar. Caminaba lento y torpemente, adormecida por pastillas. No era ni la sombra de la mujer atónita e impotente de aquella tarde del día en el que la había encontrado en la puerta de su casa sin poder creer que la maldita muerte había arrebatado de su vida a su marido sin previo aviso al desplomarse en la cancha de tenis de un ataque fulminante al corazón. 

  Aquella tarde en la que había notado movimientos raros y escuchado sus gritos de agonía, salí a la calle y la encontré aturdida. Acababa de recibir la noticia por celular. Se agarraba la cabeza, tapando sus ojos rojos, estallados en lágrimas de furia, y refregaba sus manos heladas que tomé en un intento vano por consolarla y ofrecerme a asistirla en lo poco que se podía hacer. Los que dicen saber de duelos hablan de las distintas etapas por las que se va pasando a través del tiempo calculado en meses y años antes de cronificarse y convertirse en enfermedad. Mi vecina parecía enferma, detenida en el largo tiempo transcurrido, paralizada en un estado sempiterno de depresión, sin fuerza alguna para llegar alguna vez al puerto de la liberación que, según los que saben de estas cosas de la muerte, implica la mansa aceptación de la pérdida: la de una seguridad de vida de a dos al prometerse compañía tanto en la salud como en la enfermedad, aunque la muerte jamás logra separar. El ver a Laura bajo el sol aquella mañana en la que me animé a emerger de casa, fue como ver el pálido reflejo de mi incapacidad por cortar con mi sempiterno cordón umbilical.

viernes, 28 de octubre de 2022

Ansiedad



     En la última sesión, le pregunté por la razón de tanta ansiedad. Y él me dio una explicación que me puso aun mas ansiosa por la mera razón de que estoy ansiosa por sentirme mejor lo mas pronto posible:

 La ansiedad se relaciona con factores genéticos, ambientales y personales. Los factores personales se basan en experiencias acumuladas a lo largo del desarrollo evolutivo del individuo... 

   Y a la mañana siguiente, al comenzar el día ansiosamente, como suele ocurrirme últimamente, me encontré en el patio, cubriéndose del sol de primavera, con esa niña que hace mucho tiempo fui, abatida por tanto maltrato, por tanta desconsideración por su condición de niña. A la luz del despuntar de otro día mas de ansiedad adulta, visualicé escenas de mi niñez, cuando florecía como las plantas y el árbol en las macetas a mi alrededor. Mi gato se mostraba sereno y plácido, recostado en un rincón soleado, haciéndome desear ser gato...




    Recordé entonces el uniforme del colegio de monjas al que asistí toda mi infancia y mi adolescencia, esas medias verdes hasta las rodillas que cubrían la realidad de que todas éramos únicas y diferentes, mientras se nos vendían Barbies al precio del deseo inalcanzable de encarnarlas algún día. Recordé a mi madre ansiosa por trenzar mi cabello para cumplir con la regla del cabello recogido. Recordé la rigidez de las filas, de la persignación y las plegarias al unísono al comenzar cada jornada escolar, de aquellos horarios inamovibles marcados por un timbrazo que tejían una rutina, que se detesta cuando se impone y se añora cuando no está. Recordé la amargura y el autoritarismo inflexible en los rostros de aquellas monjas que nos educaban en el cumplimiento académico a rajatabla a fuerza de tacharnos en rojo sangre, y en el temor a un Dios que nos castigaba y nos podía condenar al mismísimo Infierno, negándonos el Cielo, a un Dios que tragábamos en hostias tan blancas como el vestido de Primera Comunión. Nuestro único pecado inconfesable era no entender nada de todo aquello.

     Se me vino a la cabeza aquella travesura de meternos sin permiso en la capilla de ese oscuro y frío colegio porque se rumoreaba que uno de los Ángeles guardianes que flanqueaban el altar  -cerca de las reliquias óseas del Santo fundador de la congregación que me causaban tanta aprehensión-, movían sus ojos si los mirábamos un rato largo, al pobre Cristo sangrante clavado en la cruz, y conecté con el miedo y la humillación, con el sentirme a punto de orinarme encima, al ser llevada a la dirección para ser sermoneada por la Hermana Rectora por haber quebrantado las reglas de entrar al espacio prohibido y mas tentador: la censura disfrazada de obediencia debida de mi escolarización religiosa.

    Tantos "No" en mi casa paterna: no toques eso, no hables en la mesa mientras veo televisión o si estoy hablando yo, no comas tanto, no hagas ruido, no cantes ni bailes a la hora de la siesta, no andes con esos chicos, no vuelvas tarde... Y nunca me digas que no. A plena luz vi la sombra de lo que se me permitía sin permitirme ser yo.

    Tanto Falcón verde recorriendo las calles -mi territorio de fantasía y libertad -, tantas discusiones políticas en las reuniones familiares que terminaban en gritos y peleas, y mi pobre abuela inmigrante escapada de Franco, dueña de casa, tratando de que se bajara la voz por el peligro de que fuera escuchada. Tantas sospechas de lo peor para aquellos que "desaparecían". Tantas veces que detuvieron la marcha de nuestros recorridos en auto a punta de pistola para inspeccionarlo. Tantas arengas desafiantes de milicos despiadados emitidas por Cadena Nacional.

   Cadenas, negación, sinrazón, cárceles, cicatrices que quedaron en el cuerpo y en el alma de un tiempo que debió ser tierno y amoroso cobijo. Entonces comprendí mejor la explicación acerca de mi ansiedad del día anterior.



viernes, 7 de octubre de 2022

La edad de las orquídeas

  



   La última gran adquisición de Grace es una orquídea que consiguió de rebaja en el vivero del barrio una tarde calurosa de domingo. Según le dijo el joven empleado que se acercó amablemente a informarla, viéndola tan embobada con ella, las orquídeas también tienen edad. Necesitan completar todo un ciclo vital para poder dar flor. Sería justo decir que es al florecer por primera vez cuando una orquídea entra a la edad adulta: es así de injusta, también, la vida de una orquídea. Y si bien el follaje de una orquídea puede resultar interesante, lo que la hace realmente valiosa es, naturalmente, su flor, que - como toda injusta belleza - vive apenas unas semanas. 


El atento muchacho - muy buen mozo, por cierto - pasó luego a adentrarse en los secretos iniciáticos del cultivo de las orquídeas domésticas que hacen que florezcan: que el riego, que la luz, que las temperaturas y la humedad, que los fertilizantes. Los cuidados deberán ajustarse, también, a la especie de orquídea que tengamos entre manos. Grace quedó debidamente advertida de que alguien que decide cuidar de una orquídea como aquella, debería, a su vez prepararse para cuidarla debidamente. En el vivero se dictan cursos los jueves por la noche para principiantes y avanzados en el arte. No hacía falta que el joven le dijera nada de todo aquello, tan gracioso y pintoresco como su camisa, abierta tres botones por los que no asomaba ni un sólo pelo. Grace ya había notado cómo tienen a todas las pobres orquídeas en ese vivero, bajo luces especiales, rodeadas de termómetros, clavadas a tutores, bajo el soplo de vida artificial de ventiladores, vaporizadores y calefactores encendidos a través de las estaciones, y siempre adentro. ¿Estos chicos jóvenes realmente creerán que hace falta tanto remilgo para llegar a vieja?

Bastaba con saber leer su mirada de maestra jardinera para jurar que se la iba a llevar a casa en el preciso momento en el que posó sus ojos a través de sus anteojos sobre esa preciosa flor amariposada que luce tan como ella, que no le importaba nada que esa única flor se cayera a los pocos días o que tomara casi un año más de cuidados intensivos intentar que floreciera de nuevo. No la iban a venir a amedrentar con la edad de las orquídeas justo a ella, que estaba atravesando el duelo de su mejor floración. Ella mejor que nadie sabe cuál es el valor de una orquídea, sabe que una orquídea vale más por ser quien es, por todos los inviernos internos sin flor, que por sus flores, y que nunca se la debería depreciar por eso. Ella mejor que nadie sabe del arte de cuidar de lo que queda cuando se decide que una orquídea ya pasó su mejor momento.

viernes, 16 de septiembre de 2022

Mirar hacia adentro



   Cuando Carlos les dijo a sus padres, inmigrantes gallegos, que necesitaba algo de dinero para comprarse una cámara fotográfica Nikon, por entonces, de las de última generación, la respuesta vehemente que recibió al instante de boca de su madre, sin que pensara un minuto en lo que él deseaba como destino para su propia vida fue:

- ¿Pues para qué quieres tú eso? La fotografía no te ha de llevar a nada.... Mejor  ponte a estudiar en la universidad pública, como tus hermanos mayores lo han hecho. Podrías usar los libros que tu padre les ha comprado con tanto sacrificio , y seguir sus pasos. 

  Corrían los tiempos de "M'hijoeldotor" que alimentaba el orgullo de quien había llegado a la Argentina con una mano atrás y otra adelante, habiéndolo perdido todo en el terruño de la morriña eterna.




  Uno de los frutos de ese mismo árbol familiar, enraizado ya en la Argentina del retorno a la democracia, un día, a sus diecisiete años, fue consultada por su futura ocupación. Al contestar, vacilante, que se inclinaba por el arte, recibió, como una bofetada, mas o menos la misma respuesta que había recibido su tío de boca de su madre, pero de boca de quien sí se había convertido en "M'hijoeldotor", para orgullo de sus padres y para alimentar su enorme ego.

- ¿Para qué querés dedicarte a eso? Te vas a morir de hambre. Los artistas son todos "raros". Solo consiguen triunfar los acomodados o los que tienen contactos o influencia, los que se regalan para llegar a ser alguien, ¿Por qué mejor no hacés una carrera universitaria como la que hice yo, y te asegurás un trabajo digno y una forma de ganarte la vida? 

  Carlos encontró un empleo, y para, el disgusto de toda su familia, se compró el equipo fotográfico que tanto deseaba con sus primeros sueldos. Años mas tarde, adquirió su propio departamento, lejos de la casa de alquiler de su madre, ya viuda, se casó con una mujer que también fue desaprobada por su madre, formó su propia familia, y rompió con el mandato familiar utilitario del "para qué", no sin pagar el alto precio de convertirse en la oveja negra de la familia. 

   Sin embargo, con su arte, logró captar aquello que pocos veían en aquel árbol. De manera cristalina, su ojo, tras el lente de su cámara, dejó un valioso registro de miradas y gestos que hablan por todo aquello que nunca se animó a decir, aunque siempre pudo ver con su mirada artística más allá de lo que otros, que se consideran "normales", pueden ver. 

  Y el fruto de la rama de ese árbol que alguna vez también había soñado con ser artista, acató el mismo mandato familiar. El fotógrafo sabía que ella correría con su mismo destino. Vio en ella una imagen en espejo a través del ojo de quien sabe mirar y no solamente ve. Fue, quizás, el único capaz de captar la chispa del arte en esa mirada y esos gestos que no se cansaba de registrar en fotos. 



  La pregunta nunca debería ser para qué, y la respuesta ineludible viene de lo mas profundo del ser, el que no se ve, el que que nace para mirar hacia adentro.



"Hay cosas que se encienden

Y otras que se apagan..."



         
                    Niña Pastori con Miguel Poveda - "Ya No Quiero Ser" 

viernes, 9 de septiembre de 2022

El día en que conocí a Borges

    

Relato ganador del Tercer Premio de Narrativa de la Biblioteca de Bomberos "José Manuel Estrada" - 2015, Provincia de Buenos Aires, República Argentina.





     Goyo había caído enfermo y andaba como un preso castigado deambulando a paso lento por la casa. Una hepatitis. Ni ganas de leer le quedaban al pobre después de varios días de fiebre alta, con un calor de perros y la invisible explosión de cohetes en el pesado aire. Su hermano más chico, Mariano, y su madre vagabundeaban por Adrogué sin saber bien qué hacer para llenar las horas de aquel interminable día del mes de diciembre que pasaría a lo más alto de los anaqueles de la historia familiar en la casona donde habían nacido cinco varones y donde se aburrían unos a otros con ahínco a diario: sólo los libros los salvaban. Y rompió aquella calma chicha el timbre. Corriendo fue el menor de los cinco a espiar por la cerradura para ver si era el cartero que traía alguna tarjeta navideña de los parientes de la provincia, pero no. Era un viejo con un ojo medio revirado, y entonces, como le habían dicho un millón de veces, no abrió la puerta para ver qué se le ofrecía al extraño señor de cabello engominado. Pero el señor insistió con otro timbrazo y suaves golpecitos de su bastón sobre el portón del frente, la curiosidad infantil le ganó la pulseada a la prudencia de las órdenes maternas y se entornó la pesada puerta blanca:


-Sí señor, dígame. ¿Qué se le ofrece?

-Vengo a visitar a Goyo. Soy Jorge Luis Borges. Seguro Goyo ha de ser tu hermano mayor. Él concursó en televisión contestando preguntas acerca de mis libros en ese programa tan afamado, Odol pregunta. Allí lo conocí y he venido a verlo. ¿Se encuentra tu madre para explicarle?

Volando fue Mariano a llamar a la madre, que se había tirado un rato sobre un sillón a la fresca en la sala de lectura con un libro y una taza de té helado. A la mera mención del nombre que hasta Mariano, con sus cinco añitos, conocía bien, nombre que figuraba en varios libros que habitaban la casa y que le había dado a su hermano mayor el dinero tan ansiado para comprarse ese caballo tan deseado, a la madre se le cayó la taza de la mano.

-¿Borges? ¿Borges, acá en la puerta, decís? ¿Estás seguro, Mariano? A ver, dejame ver.

Y era Borges nomás. Con su bastón de dandy porteño, un traje clarito y liviano y zapatos al tono. Colgando del dedo índice de la mano que no asía el bastón traía un paquete de macitas de la confitería Las Delicias atado con una cinta riboné color amarilla, como si portara una bandera que anunciaba que venía en son de paz y que este general de ciegas guerras con las palabras era el elegido heraldo de la visible y luminosa insignia de quien se había bajado del caballo al que nunca se había subido ni se subiría jamás.

La madre se sonrió y se arregló disimuladamente la blusa que llevaba medio desprendida en la penumbra del zaguán.

- ¡Ay, pero qué sorpresa tan inesperada, qué alegría, qué honor! Pase, Maestro, por favor. Goyito está en cama ahora. Se pescó una hepatitis los últimos días de clase y anduvo con fiebre alta por estos días. Pero pase, por favor, póngase cómodo, siéntase como en su casa, faltaría más. Tome asiento. Un momentito que lo voy a llamar.

Un risueño y entrador Borges insistió en que no se molestara a Goyo ya que no le convenía salir de la cama, que él subiría a su dormitorio, siempre y cuando le pareciera bien a la madre, y charlaría un rato con el pibe para no importunar. La madre se le quedó mirando: no podía creer que el tipo fuese tan sencillo, tan ubicado, y que, encima, tan elegante y tan bien puesto, se fuese a meter al nido de caranchos en el que se debía haber convertido la pieza de Goyo luego de que ella la aseara debidamente esa misma mañana. Se le ocurrió ofrecerse a llevar una bandeja para tomar el té arriba y así obviar la vergüenza que le iba a causar la entrada triunfal del Maestro.

-¡Estupendo!- exclamó Borges - Un buen té para acompañar estas masitas que he traído, pero qué gran idea. Aquí tiene, señora.

Y subieron por la escalera, con las masitas colgando del índice materno diestro ahora, el que mostraba el obvio camino ascendente. Con la otra mano, la madre tocó a la puerta, y Goyo preguntó con vozarrón de pocos amigos qué quería la vieja.

-Acá te vino a visitar Don Jorge Luis Borges, Goyito.

El pibe saltó de la cama y abrió la puerta de un zaque, sin disimular su excitación y sintiéndose totalmente repuesto. Era como ganar el Odol de nuevo, como sacarse la grande, qué se yo, era descomunal, un íntimo deseo jamás expresado pero al fin cumplido: ¡Borges vino al pie, a verme a mi casa de Adrogué! Tanto sabía de los pormenores de sus escritos, de su vida, tantas respuestas correctas que había respondido en la tele "con seguridad" en su "Minuto Odol en el aire", y ahora, por fin, lo tenía para él solo, sentado en la silla al lado de su cama donde había practicado en voz alta y soledad tantas veces para concursar en la tele.




   Charlaron de bueyes perdidos, de Adrogué, del colegio de Goyo, de sus planes de hacerse médico y luego viajar. Borges le relató algunas anécdotas de sus viajes, de la casa de Palermo, de su infancia, de sus veranos en ese laberinto amado, arbolado y circular que es Adrogué, perfumado de eucaliptos y suspendido en el silbido de las casuarinas en el viento de la tarde. En eso irrumpió la madre con la bandeja paqueta y las tazas heredadas que se reservan en todo hogar que se precie de tal para las visitas. Se le dio debida apertura al paquete de masas secas y se procedió a la ceremonia sajona que la madre de Goyo conocía bien, por ser de ascendencia irlandesa, la ceremonia del "five o'clock tea" en pleno verano porteño, como si tal cosa.

Fue Borges quien rompió el hielo que no se derretía ni bajo el enorme ventilador de pie de la pieza de Goyo con su recuerdo perenne de su propia madre, quien le había legado ese gusto por el té inglés y por las buenas canciones irlandesas.

-¿Y cuál era su favorita, Don Borges? Le pregunto porque mi mamá me cantaba siempre una que dice más o menos así, a ver si la conoce Usted, y disculpe si no entono del todo afinado:

"Oh Danny Boy, 
The pipes, the pipes are calling 
From glen to glen, and down the mountainside. 
 The summer's gone, and all the roses falling. 
 ´Tis you, 'tis you, must go and I must bide. 

-Pero, caramba, Señora mía, ¿cómo no la voy a conocer?

Y se pusieron a canturrear juntos, entre lagrimones, la madre, Borges y Goyo, extasiado ya de tantas masitas para el cuerpo y para un alma que grabaría este momento a fuego en su memoria:

"But come ye back 
When summer's in the meadow 
 Or when the valley's hushed and white with snow, 
 ´Tis I'll be here in sunshine or in shadow. 
 Oh Danny Boy, Oh Danny Boy, I love you so."





martes, 21 de septiembre de 2021

Girasol de agosto

 

"El Girasol", Gustav Klimt, 1906-7, Óleo sobre lienzo.



       El viaje no fue un viaje externo sino un convite, una necesidad desplazada por largo tiempo, de mirar hacia adentro. Me viajé entera. Viajé por todo el pasado vivido, gozado y padecido que recuerdo, con lagunas aquí y allá, con campos bien arados, otros resecos, y unos cuantos inundados o simplemente abandonados, yermos. Los recuerdos de mi pasado tienen una geografía semejante a la de ese paisaje sobre el cual mis ojos por fin descansaban de tantas lágrimas tras la ventanilla en aquella mañana soleada y ventosa de agosto en la que hui de lo que me quedaba de los míos y de mi casa. Y las sombras lánguidas de los árboles a la vera de la ruta se me hacían las emociones que me habían habitado en distintos momentos, asomándose por la ventanilla de mis vivencias en los momentos más trascendentales de mi existencia. Había mucho miedo en esas sombras largas e irregulares. Había parvas de inseguridad y un gran fardo de falta de coraje y autoestima sobre esos campos que se perdían en el horizonte limpio y borroso del mediodía. Los molinos de viento desdibujados por los reflejos del sol eran la representación de mi perenne necesidad de llamar la atención del viento, de decir "¡Aquí estoy: esta soy yo, y estoy deseando volar!". Esa necesidad de validación y de amor incondicional que nunca había encontrado en los vientos familiares hasta que decidí que me las iba a prodigar yo misma. Hubo un tramo de la ruta en el que atravesé un campo lleno de girasoles florecidos en pleno mes de agosto. Una rareza que presentí como un signo, un presagio, mi única compañía y consuelo. Se me ocurrió que esos girasoles, regodeándose bajo el poderoso sol del mediodía, habían logrado encontrar el zenit que yo nunca me permití salir a buscar en mi propia vida. Yo deseaba ser un girasol de agosto. Aunque hasta esa madrugada, había vivido como las vacas que pastaban sobre los campos y buscan sombra al mediodía: cubriendo mis necesidades básicas, haciendo aquello que de mí se esperaba, dejándome preñar, amparándome bajo carteles cuando llovía, produciendo leche para alimentar, amamantando a mi cría, pero siempre dentro de los límites de un campo arado y cercado, sin asomar la cabeza fuera del perímetro de lo que se me presentaba como lo seguro para ver que había más allá de lo que yo creía era la verdura habitable para mí. Nunca una aventura. Un intento de fuga como este. Una travesura. Una osadía. Era tan aburrida como una vaca, sí... Definitavemente. Y así me sentía: aburrida de la vida. Me conectaba con ese deseo verde y amarillo de ser un girasol de agosto, ese deseo eterno y rebelde de vivir regida sólo por el sol y regada sólo por la lluvia, de conectar con las raíces más profundas de la tierra, de lo simple, lejos de la ciudad, un girasol de agosto  mecido por el viento, sintiéndose solo y único, una rareza, vamos - que ni yo misma jamás termino de comprender ni de aceptar -, condenada a ser siempre eso: una rareza para el resto de los girasoles bajo el sol de agosto en el campo.

lunes, 12 de julio de 2021

Miguel del Mar

         


      Tenía en su mirada verde mar la desazón de haberse fugado a la calle por primera vez a los dieciséis, aquella noche en la que su papá, borracho, le había levantado la mano a su mamá por enésima vez. Su propia historia no había sido otra cosa mas que una golpiza descarnada del azar: jefes despóticos, como su papá, que lo sacaban de quicio, trabajos truncados por despidos y su unión con Marcela, que lo engañó con un vecino con el que hacía changas los fines de semana para arrimar un mango mas luego de que se enteraron de que Nahuel venía en camino. La noche en que los descubrió a los dos haciendo el amor en su propia cama con la tele prendida para disimular, se hizo a la calle una vez mas, ya no con las mismas ganas de encaminarse como las de las otras veces. Esta vez estaba vencido por tanta paliza vital, y su única intención era la fuga de un mundo que siempre le había resultado hostil sin que su propia naturaleza tuviera nada que ver con la hostilidad. Su único sueño sin realizar era conocer el mar que solamente había visto por televisión, y lo mas parecido que había encontrado como refugio en las calles de esta ciudad era aquel parque lleno de verdor con un lago y una fuente donde, en un rito ciego, se higieniza cada mañana al clarear el día y lava su ropa. 





   Las comadres de feria pasan por donde Miguel fundó su vivienda, entre una pila de diarios, trastos rotos y cajones de madera, y se hacen las cruces. Otros vecinos le acercan algún que otro alimento o abrigo extra los días de frío, pero su medio de vida es la pesca de objetos del vientre maloliente de los contenedores de basura del Gobierno de la Ciudad, de donde saca cosas que le resultan valiosas, útiles o simplemente atractivas por alguna razón, valiéndose de una percha de metal que carga al hombro en sus rondas matutinas y vespertinas a modo de caña de pescar y de cruz: la cruz del sin techo. Se deja ayudar por un carrito robado del chino del barrio, que ya lo conoce bien por entrar a su local por vino y cerveza cuando cae el sol, dejando una estela de mal olor entre las góndolas. La otra vuelta, cayó la yuta con gente del Gobierno, y estuvieron tratando de convencerlo de juntar sus petates e ir a parar a uno de esos lugares donde juntan a los que llaman personas en situación de calle, les asignan alguna changa y les dan de comer y una camita donde dormir luego de una ducha. Pero Miguel del Mar les explicó, con tono cansino y mirada perdida, que él no pensaba quedarse mucho tiempo mas en la ciudad: dice estar solo de paso ahí en el parque, mientras acondiciona un autito viejo que quedó abandonado en el lugar, para pronto tomar la Ruta 2 y así poder por fin cumplir su sueño de ir a posar su mirada verde mar sobre el verdor del mar de verdad.


sábado, 19 de junio de 2021

Los poderes curativos de la pizza

    





      Hacía tiempo que no nos veíamos y sentí que una pizza ayudaría a derretir el hielo. A mal puerto... Esta chica está muy cambiada; habla y habla todo el tiempo del poder de los alimentos:


Es increíble lo que se adelgaza cuando eliminás las harinas de tu dieta. También tomo mucha agua: casi dos litros por día, y así elimino las toxinas. La piel también me lo agradece cada mañana. Frutas frescas al desayuno y las secas, antes de ir a la cama... Mucho ajo, apio y mariscos súper frescos garantizan los orgasmos duraderos. Si le agregás semillas a la ensalada, es increíble, pero, te juro, te convertís en multiorgásmica. Con los años, he remplazado carne de cerdo, vaca y pollo por pescado a la plancha, aunque solamente dos veces a la semana, porque está caro. Te aseguro que mis electros de esfuerzo - los que me piden para mis sesiones levanta-glúteos en spinning - son la envidia de mi médico, que, dicho sea de paso, es un bombón de chocolate. A ese sí que me lo como sin preocuparme por nada...

Se fue al baño un momento. Dejó pedida un agua mineral sin gas con rodajas de limón fresco y mucho hielo. Reinaba el silencio. Yo miré por la ventana, como queriendo escaparme a otros tiempos: aquellos días en los que salíamos de cacería por las calles de mi barrio buscando una pizza. Eran días en los que no existía el delivery y en los que nadie se asustaba si dos chicas iban comiéndose una porción de pizza grasosa por la vereda, camino a casa y de la caja...


  Pese a todo lo que se diga de la harina, yo aún creo en los poderes curativos de la pizza que practicábamos ella y yo en aquellos bellos días en los que éramos bellas sin esfuerzo. Desde chica, la pizza forma parte del mecanismo de la ley de compensación de mi propio universo. Les explico: dice mi amiga  que además de obsesiva de la comida sana, bah, es posmoderna — que la vida es una ecuación matemática exacta: recibís de manera precisa lo que das, ni más, ni menos. Es por eso  yo asumo, con una pizza de por medio  , que ella cree que si ingiere solo cosas saludables, el universo le dará la salud que ella espera. A este principio pseudo científico al que mucha gente adscribe se lo conoce como la ley de compensación, y es para mí una gran patraña aplicado a la vida. Y esto lo digo con conocimiento de causa: han sido tantas las veces en mi vida en las que di todo lo que tenía para dar   tanto dí que hasta parecía más de lo que tenía  , y a cambio no recibí nada, que ahora sólo creo en los poderes de la pizza...

 La pizza es la piedra filosofal de aquello que yo practico y entiendo como mi ley de compensación: lo que la vida me da o me quita, lo celebro o lo compenso con una pizza... 

    Aquí les paso mi receta compensatoria que escribí cuando volví de comer pizza con mi ex-amiga...


Moscato, pizza y fainá: la mejor argentinada.
Para ahuyentar el mal de amores: pizza de jamón y morrones.
Para sacarte toda la bronca: pizza casera, bien amasada.
Para superar peleas: con verdeo y panceta.
El mejor afrodisíaco: pizza en pelotas, con los dedos...
Como entrada: pan de pizza a la canasta.
Para un día aburrido: pizza verde gratinada.
Para visitas inesperadas: pizza comprada.
Para comerla viendo a Sherlock: fugazzeta y doble queso.
Para detener el llanto: pizza con tomate y ajo.
Para celebrar la vida: pizza con lonjas de longaniza.
Para el invierno: pizza de cancha.
Para el verano: pizza fría en el desayuno.
Para los chicos: pizza con varios huevos fritos.
Para un domingo de soledad: una pizza individual.



miércoles, 2 de junio de 2021

La pelota

 




"Deja que ruede
Como el aire entre las hojas
Todo es oro, todo es sal

Que llegará el día
Que no quemen sus recuerdos
Que se apagará el dolor

Personalmente creo
Que todo esto es una locura..."

Las pelotas, "Personalmente"


Ya hacía varios días seguidos que amanecía antes que el sol, pero una de estas madrugadas una molestia ardiente me desalojó de la cama a las cuatro de la mañana. Sentí como una pelota atascada en la boca del estómago que se me subió hasta la garganta después del desayuno, cuando ya todos se habían ido a atender su juego. Restándole importancia, y dura como soy para lanzar, me tomé una Buscapina con un jugo de naranja y arremetí con los quehaceres de rutina para acallar mi conciencia ancestral: barrer la vereda, poner la ropa a lavar —cosa que ha ganado en volumen últimamente, muy a mi pesar—, tender bien las camas de los chicos, poner orden en los placares, limpiar los baños y decidir el menú del día.


Emergí del claustro ya ordenado pasadas las diez por los víveres para pergeñar algo para el almuerzo y, al comenzar la marcha, noté que la pelota se había reducido en tamaño pero seguía atorada, rebotando dentro de mi esófago. A la actividad de esa acidez gástrica y la falta de sueño se le sumaba la resaca de todos los cafés que me había tomado en un intento por neutralizar el desasosiego, entre que subía y bajaba armada hasta los dientes de trapos y aspiradora. Suelo preguntarme a esas alturas de mi yugo cotidiano cómo harían mis abuelas para dejar todo reluciente sin aspiradora y sin chistar. Y hay que ver cómo le daban a la cocina ellas. Lo mío no es cocinar, lo sé: se trata de una estrategia de supervivencia, un mal necesario. No funciona como terapia ni como acto de realización personal, lamentablemente. Lo que sigo sin saber todavía es qué será lo que sí funciona para acatar el mandato de trascendencia que heredé de la noble rama paterna de mi árbol. Todas estas rumiaciones, y algunas ensoñaciones pintorescas, me acompañan allá donde vaya desde que dejé de trabajar.

Volví cargada a la media hora, tiré las bolsas sobre la mesa y encendí la radio para hacer el ritual doméstico algo más llevadero, pero esta estación que se escucha bien desde la cocina pasaba música que me pegaba como latosa, y las noticias cargaban con un insufrible lastre oficialista que me irritaba aun más. ¡Ay, si la abuela me viera! Quedaría desheredada de esos libros de cocina ilustrados de tapa dura que aparecieron en lo de mi vieja y encontraron mejor puerto en la cocina de mi hermana, cuatro años más lejos de los cincuenta, y mil años más domesticada que yo.


Almuerzo al paso con los chicos —ahora, dueños de muchos silencios, pocos o nulos aplausos para el platillo que se limpian de un zaque, y siempre apurados por irse a sus cuartos a enchufarse a sus aparatos y a desenchufarse de mamá—, acuso sensación de haber comido demasiado rápido, demasiado fuerte, demasiado; le doy rauda puesta a punto a la cocina y me rindo en una obligada siesta sobre el sillón del living para poder llegar a la noche entera. Él siempre vuelve a casa recién pasadas las seis. Se impone caminata bajo un tibio sol de media tarde, y me voy al parque mascando chicle, mirada impasible y sonrisa falsa para la vecina de la esquina que suele estar en la puerta a esa hora, sacando al perro a cagar. No la puedo ver a esta tipa, que larga al perro todas las mañanas y lo deja mear en el cantero de mi árbol o sobre el portón de mi garaje, pero la saludo igual. Y en ese preciso momento, cuando estoy dejando atrás a la vecina y a su asqueroso perro, noto que la pelota se convierte en náusea.

Tanta cosa que se observa por cortesía, por obligación aprendida, por condescendencia auto-impuesta, que se ve que se formó una pelota de enojo en el estómago, bah, una pelota de ira: llamemos a las cosas por su nombre de una puta vez. Tanto enojo con la vida porque las cosas no te salieron como vos soñaste a los veinte, y después, a los treinta, y un rato más tarde, a los cuarenta. Lo bueno es que ahora, en el despojo pandémico de los cincuenta, ya no hay a quién tirarle la pelota.



martes, 1 de junio de 2021

El violinista del Mitre

                                                          



Obra del artista argentino Gabriel Paschetta


 "Quiero ver, quiero entrar

Nena, nadie te va a hacer mal
Excepto amarte
Vas aquí, vas allá
Pero nunca te encontrarás
Al escaparte
No hay fuerza alrededor
No hay pociones para el amor
¿Dónde estás? ¿Dónde voy?
Porque estamos en la calle
De la sensación...
Muy lejos del sol
Que quema de amor"

                                                                         Serú Girán, 1978


     Todos sentados con la boca oculta detrás de nuestros barbijos, como ovejas con bozal de un rebaño sin pastor, sin cura, sin vacuna y sin destino. Algunos miramos por la ventana al Buenos Aires devenido en páramo, una triste sombra del querido que ha sido. Otros no sacan sus ojos de la pantalla adictiva de sus celulares, en busca de otra app para obtener el permiso que tenemos que tener para que se nos permita transitar el territorio en el que hemos nacido, y al cual, aún sin libertad, seguimos edificando, intentando sanar, educar, aprender, vender - pese a todo y mal que les pese -, día a día, a fuerza de trabajo honrado, forzado, mal pagado, y se me hace que hay que sacar permiso hasta para pensar, para ponerlo en términos borgianos. Muchas veces este vagón de tren se me hace, en verdad, orwelliano, y "me percibo" Winston, encerrado en el cuartucho 101 bajo las luces del torturador que desde la app de mi celular - que, bajo esta luz porteña de hoy, me obnubila -, me pregunta por mi género, cuando Gran Hermano predica que eso es mera percepción: ¡menuda contradicción! Entonces viajo atrás en el tiempo, pero voy más allá de 1984, porque este cuento no me lo contaron: lo viví yo acá mismo, y es una película de terror que se repite en la pantalla a pesar de que no todas las ovejas de la granja se percatan ni se rebelan, una pesadilla recurrente que me despierta de madrugada, empapada de sangre, sudor y lágrimas.

En eso siento un vibrar de cuerdas tenue en mis oídos, levanto los ojos de mi celu, y me encuentro con los ojos de un artista de las cuerdas, con su mirada cansada, herida, y con su violín al hombro y un carrito donde carga con su amplificador y su netbook, plateada y baqueteada, con las pistas preparadas. Viste de gris, y grises son las ojeras que se asoman por sobre su barbijo gris, que denotan una pena, la ruidosa desazón del estigma que reclama ser tocado y sanado de alguna que otra manera. Todo en él exuda la cristiana tristeza del estigma. Saluda, y nadie mira, nadie escucha. Quito mis auriculares de las orejas - que me auxilian a la hora de evadirme de los riesgos que estoy corriendo al usar transporte público en la tierra de los permisos digitales para obnubiladas ovejas acorraladas por siniestros empleados del Ministerio del Nosepuede que esperan en los andenes para llevarnos al matadero cuando nos cazan con el permiso del voto sin el permiso de subir al tren.



Clavo la vista en las clavijas del terciopelo del instrumento, que él afina con destreza y dedos finos y largos, como sacados de una pintura de un Modigliani, pancita cervecera, pelo revuelto y uñas largas pero limpitas, como nos han enseñado en casa a tantos. Presenta su próxima pieza. Aún me quedan dos estaciones para llegar a destino. Deseo ferviente de no llegar nunca, de escucharla toda, entera. Y se abre, estalla, majestuosa, en el vagón adormilado e indiferente del ferrocarril Mitre rumbo a Retiro, "Seminare", y se recrea toda mi adolescencia, aquel grito de rebeldía ante una dictadura que ha vuelto a perpetrarse en esta tierra, de donde, ahora, son mis hijos quienes quieren irse. ¡Qué gran tristeza me embarga! Cuánto resueno con esta melodía cuya letra casi ya he olvidado de tanto seminario andado en tristezas, decepciones y fracasos. Me pongo de pie, manoteo un veinte todo arrugado, descolorido, devaluado, tal como el arte que encarnamos. Se lo pongo en su bolsito gris y le digo:

- Me alegraste el viaje... El día, la vida entera, te diría...


Palpa mi alma por mis gustos musicales. Le doy la misma respuesta que al de la guitarra de la otra vez, respuesta ensayada, por no pecar de demasiado entusiasta, de desubicada, siempre temiendo ser mal leída por loca, por puta, pero me lo llevaría a casa, sí, claro, yo lo adoptaría, para calmar esta sed de maternar arte, esta abstinencia feroz de museos y de libertad de movimiento que me quema como el sol de este mediodía. Y no puedo evitar la intrusión del pensamiento en medio de la emoción que me embarga y que me pone en deuda con mi fe: nuestros pastores deberían adoptar a las ovejas descarriadas en lugar de dar sermones desde sus altares blanqueados en sus huérfanos templos abarrotados de arte y tantas veces cerrados bajo candado tras negras rejas.

- Me va casi todo de lo bueno. Pero me puede Sting.

Se abren las puertas en el vagón del Mitre. Tengo que dar el paso para irme al trabajo y dejar a mi arte afuera, porque el arte no es trabajo, tal como nos han enseñado.

Camino bajo el sol del mediodía en la ciudad de la furia. Arranca el tren. Y reverberan en el andén semi desierto los acordes de "Shape of my heart". Alguna vez yo la traduje, ahora que pienso, pero casi ni me acuerdo. Y se me hace que la escucho en la versión que yo traduje, cantada en español por una bella voz, no la que encontré en YouTube, precisamente, en ese tren que jamás me llega, pero en este viaje acompañada por la ejecución perfecta del violinista del Mitre.



Soda Stereo - En La Ciudad De La Furia (Gira Me Verás Volver)