Obra del artista argentino Gabriel Paschetta
"Quiero ver, quiero entrar
Todos sentados con la boca oculta detrás de nuestros barbijos, como ovejas con bozal de un rebaño sin pastor, sin cura, sin vacuna y sin destino. Algunos miramos por la ventana al Buenos Aires devenido en páramo, una triste sombra del querido que ha sido. Otros no sacan sus ojos de la pantalla adictiva de sus celulares, en busca de otra app para obtener el permiso que tenemos que tener para que se nos permita transitar el territorio en el que hemos nacido, y al cual, aún sin libertad, seguimos edificando, intentando sanar, educar, aprender, vender - pese a todo y mal que les pese -, día a día, a fuerza de trabajo honrado, forzado, mal pagado, y se me hace que hay que sacar permiso hasta para pensar, para ponerlo en términos borgianos. Muchas veces este vagón de tren se me hace, en verdad, orwelliano, y "me percibo" Winston, encerrado en el cuartucho 101 bajo las luces del torturador que desde la app de mi celular - que, bajo esta luz porteña de hoy, me obnubila -, me pregunta por mi género, cuando Gran Hermano predica que eso es mera percepción: ¡menuda contradicción! Entonces viajo atrás en el tiempo, pero voy más allá de 1984, porque este cuento no me lo contaron: lo viví yo acá mismo, y es una película de terror que se repite en la pantalla a pesar de que no todas las ovejas de la granja se percatan ni se rebelan, una pesadilla recurrente que me despierta de madrugada, empapada de sangre, sudor y lágrimas.
En eso siento un vibrar de cuerdas tenue en mis oídos, levanto los ojos de mi celu, y me encuentro con los ojos de un artista de las cuerdas, con su mirada cansada, herida, y con su violín al hombro y un carrito donde carga con su amplificador y su netbook, plateada y baqueteada, con las pistas preparadas. Viste de gris, y grises son las ojeras que se asoman por sobre su barbijo gris, que denotan una pena, la ruidosa desazón del estigma que reclama ser tocado y sanado de alguna que otra manera. Todo en él exuda la cristiana tristeza del estigma. Saluda, y nadie mira, nadie escucha. Quito mis auriculares de las orejas - que me auxilian a la hora de evadirme de los riesgos que estoy corriendo al usar transporte público en la tierra de los permisos digitales para obnubiladas ovejas acorraladas por siniestros empleados del Ministerio del Nosepuede que esperan en los andenes para llevarnos al matadero cuando nos cazan con el permiso del voto sin el permiso de subir al tren.
Clavo la vista en las clavijas del terciopelo del instrumento, que él afina con destreza y dedos finos y largos, como sacados de una pintura de un Modigliani, pancita cervecera, pelo revuelto y uñas largas pero limpitas, como nos han enseñado en casa a tantos. Presenta su próxima pieza. Aún me quedan dos estaciones para llegar a destino. Deseo ferviente de no llegar nunca, de escucharla toda, entera. Y se abre, estalla, majestuosa, en el vagón adormilado e indiferente del ferrocarril Mitre rumbo a Retiro, "Seminare", y se recrea toda mi adolescencia, aquel grito de rebeldía ante una dictadura que ha vuelto a perpetrarse en esta tierra, de donde, ahora, son mis hijos quienes quieren irse. ¡Qué gran tristeza me embarga! Cuánto resueno con esta melodía cuya letra casi ya he olvidado de tanto seminario andado en tristezas, decepciones y fracasos. Me pongo de pie, manoteo un veinte todo arrugado, descolorido, devaluado, tal como el arte que encarnamos. Se lo pongo en su bolsito gris y le digo:
- Me alegraste el viaje... El día, la vida entera, te diría...