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martes, 7 de diciembre de 2021

Guerrillera del rouge




      Ella es la encargada de un local de ropa en Avenida Córdoba. Tiene apenas 22.

-Casi no se vende nada... La dueña me dijo que pusiera esta prenda a $5,000: no la va a comprar nadie. 

Le pesaban las horas que faltaban para volver a casa, y el tiempo se estiraba casi tanto como sus chicles. Su acto de rebeldía cotidiano consistía en un ritual labial a media tarde. Se quitaba el barbijo, se pintaba los labios de color rojo carmesí mirándose frente al espejo de uno de los probadores vacíos, salía a la puerta del local, se sentaba en el banco de la vereda y, así, con sus labios rojos y libres, como una guerrillera del rouge, se fumaba su Marlboro frente a la mirada todavía espantada de los transeúntes embarbijados por la calle y de los conductores con sus máscaras puestas dentro de sus autos. En cada bocanada de humo, soltaba al aire enrarecido la nostalgia del buen aire de otra Buenos Aires.

viernes, 5 de noviembre de 2021

Una primavera más



  Cuando por fin empezó a aflojar el encierro, gracias a las vacunas, y lentamente intentamos volver a hacer cosas que nos recuerdan la vida normal interrumpida, fui notando los vacíos enormes que había causado el bombardeo de esta guerra viral en pleno siglo XXI. Para esos tampoco hay cura. Las estadísticas mediáticas hablan de grupos etarios o raciales más golpeados que otros. Yo tomo como referencia la geografía de lo cotidiano y familiar. En mi cuadra, fuimos las mujeres quienes resultamos más golpeadas: al lado de casa, una mujer en sus cincuenta perdió el trabajo y sobrevive de lo que gana su hijo veinteañero, con quien comparte un monoambiente alquilado que da a la calle. Por la mañana temprano corre sola en el parque, pero aún no se anima a hacerlo respirando sin barbijo. Los fines de semana por la tarde se encarga de convertir en jardín un cantero yermo de la esquina que sus dueños ya no atienden hacía más de un año, porque no han vuelto a abrir la oficina por falta de clientes. Arriba del monoambiente, la esposa del médico quedó viuda. Apenas si salía alguna que otra mañana por escasos víveres remedios hasta hace unos meses, y parece que se le vino la vida encima:  luce como una vieja enferma. Hace semanas que ya no la veo en la calle. Solo se asoma por la ventana cuando le tocan el timbre los chicos del delivery para hacerle la entrega de medicamentos. Enfrente, la que ya era viuda antes de la pandemia sigue encerrada en su caserón. No da la impresión de que la visiten mucho. De su rosal brotó una sola rosa hermosa esta primavera, que a veces se permite salir a mirar y oler, como esta mañana. El vidriero de al lado de la viuda bajó las persianas del local y de la vida antes de la entrada de la primavera luego de perder a su Perla. Adentro, en la oscuridad, quedó el árbol que yo le había podado y fertilizado cuando ya no podía más con la maceta, y cuando yo todavía creía que íbamos a poder con una primavera más. 

lunes, 25 de octubre de 2021

Un hombre solo con el jazz

 

      Agazapado en un rincón de la penumbra, en la era de la "Nueva Normalidad", intenta beber su soledad sorbo a sorbo y acallar los gritos de su pena con la música. Primero se prohibió fumar aquí adentro, ahora se ha prohibido respirar y se le tiene miedo hasta al aire: una guerra perdida, una locura que le quitó incluso el sueño. Y él perdió a su mujer y así perdió su aire. Busca en vano algún consuelo. Chequea el celular porque no pudo todavía borrar sus últimos mensajes desde la terapia donde ella murió entubada y sola. Es un hombre solo con el jazz, tratando de probarse a sí mismo que la vida continúa, aun sin ella, más allá de la pandemia, aunque no logra dejar de temer al que se la arrebató, dejándolo sin compañera, sin aire y sin normalidad.

martes, 17 de agosto de 2021

Yo voy en tren



    Eran días de un calor pastoso y un aire enloquecido que parecía haber alterado la cordura, la sangre y el sueño de la gente en la ciudad que siempre le da la espalda al río y la cara a su pasado mas de lo deseable. En efecto, eran días en los que parecía revivirse un pasado indeseable en plena pandemia, días en que, para variar, los unos y los otros no se habían puesto de acuerdo en la estrategia vital de supervivencia en esto que algunos han dado en llamar la Tercera Guerra Mundial, y nosotros, los soldados, los llamados "ciudadanos", que los votamos para que nos protejan, habíamos quedado atrapados en la línea de fuego, sin entender bien dónde estábamos parados y lastimosamente desarmados de libertad. Los unos declamaban por los medios que lo prudente era quedarse en casa, mientras ellos, vacunados ya de entrada, se enfiestaban sin barbijo ni vergüenza, tal como hemos visto en fotos los últimos días. Nosotros nos teníamos que resignar a vivir del aire y del sol en las trincheras gastadas del "yendo de la cama al living" otra vez, y agua y ajo - a aguantarse y a joderse una vez mas -, porque no confiaban en el ejercicio de nuestra responsabilidad ciudadana ni nos vacunaban. Y mientras tanto, los otros nos declararon "esenciales" a unos cuantos, y nos ordenaron salir de las trincheras, porque ya era hora de volver al frente de batalla, para ir a pelear por el bien de la patria, pero sin escudo y sin armas, a luchar contra un enemigo letal e invisible que ya había bajado a varios de los nuestros sin que siquiera se nos permitiera la dignidad de una digna despedida por miedo y falta de protección.


En medio de esta confusa y dolorosa realidad en la que trasladarse a los puestos de trabajo y de lucha dependía de permisos complicados y apps colapsadas que algún genio había pergeñado desde el confort de su hogar y la falta de necesidad de subirse al transporte público que se intuye a ciegas y enfurece sordamente, me encontré yo con una señorita enfundada en su uniforme caqui, con uñas esculpidas y piernas gruesas cruzadas, montada a un taburete en la puerta del andén de la estación de tren. Era la empleada de turno del Ministerio de Transporte. Yo la doblaba en edad y en nivel de estudios. Ella tenía cinco anillos, tres piercings y dos tatuajes visibles. Ella estaba en el clímax de su carrera de empleada pública, yo en el climaterio de la propia como docente. Yo transpiraba la gota gorda, cargaba cuatro gruesos libros y rogaba, rozando mi rosario, que llevaba a todos lados junto con mi barbijo y la máscara que me habían dado como única protección, que me dejara pasar. Ella disfrutaba de su poder de agente de la KGB y de su labor de becaria bajo el sol de revisar pantalla por pantalla el celular de los pobres laburantes que, como yo, teníamos que pelarlo bajo el sol, sin ver una goma y sin entender bien qué hacer sin un tutorial, y mostrar nuestras credenciales validadas por vaya a saber qué genio informático que se llenó de guita en pandemia mientras tantos se fundieron y tuvieron que bajar persianas y plantar bandera, para poder viajar a donde nos habían mandado ir después de largos meses en los que nos habían mandado quedarnos, todo por el mismo mísero sueldo de siempre, por la misma obediencia debida y de vida de siempre en este íspa. Y punto final: nuestras preguntas, nuestras serias dudas, nuestros derechos de circular libremente, nuestros reclamos vitales móviles, eternos como los laureles que supimos conseguir, nos los teníamos que meter en el bolsillo, para decirlo de manera políticamente correcta.


Y sucedió lo que tenía que suceder, lo que yo ya me temía.... Ella saboreó su momento de sadismo y de poder, y me rebotó como una vez me rebotaron en New York City, por no dar el look de la rubia tarada y aburrida; me rebotó con desprecio, y eso fue lo que me sacó de quicio, porque yo solo tenía permiso para circular con mi vehículo particular, porque me asumió rica por tener un automóvil familiar con el que no contaba en aquella oportunidad en la que quería volver a casa en tren de trabajar porque me habían obligado a ir de manera presencial sin que nada hubiese cambiado para bien desde que se me había ordenado no ir y hacerlo de manera remota, desde casa y con mi computadora, esa que todavía estaba pagando en cuotas de mi propio y flaco bolsillo para poder cumplir con mi trabajo, tal como le intenté explicar a esta señorita, y porque, encima y con humos de generala, me hizo notar con su índice altanero coronado por una tremenda uña gatuna color rosa chicle, no contaba yo con la reserva digital en el tren, un tren que, de todos modos, iba y venía hasta las bolas y con demora, como siempre en esta bendita ciudad. Y lo que sucedió fue que la empleada del Ministerio de Transporte, subida a su taburete y con el índice levantado en rotunda negativa hacía mí, desató toda mi furia como en aquella película de los 90, y yo me percibí Michael Douglas cuando le grité lo que grité para mi propia sorpresa y la de mis compañeras de trabajo, que temían por mi integridad física y, sobre todo, por mi salud mental, que naturalmente ya estaba seriamente afectada de todas maneras para aquel entonces, como la de todos: ¿o debería decir "todes"?


Y finalmente hice lo que tendría que haber hecho mucho antes en lugar de ser tan buena y tan cumplidora, tan mansa y tan obediente toda mi vida... Hice lo que exhorta ese poema que se le adscribe a un Borges que no lo escribió, pero a quien, de todas formas, casi que no hemos leído y asumimos, desde nuestra burda y argenta ignorancia, que escribía novelas y frasecitas inspiradoras de autoayuda, y lo tildamos de gorila. Fui mas sensata y prolífica, menos higiénica, decidí viajar más liviano, tiré mi pesado bolso todo empapado de sudor por el papelón de la vergüenza ajena por entre los barrotes de la valla de contención con la que se había parapetado al andén, y me colé - furiosa y triunfal- por primera vez en mi vida, a los 52 años y con 10 kilos ganados en la pandemia a fuerza de encierro, canal Gourmet y forzada falta de actividad física. Me colé en el andén del tren ante los felinos ojos de la autoridad del Ministerio de Transporte. Y cuando ella me vio, tal como yo deseaba, sedienta de revancha en medio de mi ataque de ira bélica, luego del acalorado altercado que había tenido conmigo y con otros tres, creyendo que nos había vencido, cuando la mina clavó sus ojos en mí, por falta de arma, por sobre sus predecibles Ray Ban espejados, la miré, fiera, maltrecha y desafiante, pelé mi celular, pero esta vez lo alcé cual bandera alta en el cielo del atardecer porteño de guerra declarando una victoria bien habida, y le canté en pleno andén: 

-¡YO VOY EN TREN, no voy en avión!

Y me sentí mas libre que las estrofas del mismísimo Himno Nacional Argentino: me sentí Charly García saltando a una piscina desde las alturas y cantando su canción a viva voz, cuya letra había yo alterado de manera subversiva. Me subí al tren con taquicardia, por fin, pero aligerada, justo una hora antes del toque de queda del crepúsculo decretado para reducir contagios a la hora en que casi nadie viaja ni es factible que se vaya a contagiar, y después de asegurarles a mis colegas por los cinco grupos de WhatsApp que teníamos por entonces para trabajar - a toda hora del día y de la noche y los siete días de la semana -, que me encontraba sana y salva y camino a casa de colada como la mejor. Fue una epifanía vital de la que no hay retorno. Supe entonces que, de ahora en mas, los libros, que siempre me habían dado seguridad y respuestas hechas, no iban a formar mas parte de la geografía de mis días en la tierra, que en adelante iba a dejarme guiar de hora a hora por la intuición y por este grito de libertad que hizo que naciera de vuelta a la vida que yo elegía vivir. Fue entonces, entre lágrimas de bronca e impotencia, cuando me juré a mí misma, ya llegando a estación Pueyrredón, darme por desaparecida de esta realidad contradictoria para gritar definitivamente "Nunca más" y ponerle a esta distopía de mi vida en la ciudad el "Punto Final".





martes, 10 de agosto de 2021

Mi eterna compañera




Si hay algo que esta peste sí ha logrado 

- además de hacernos crueles, ignorantes y porfiados,

además de pensar "Algo mal este habrá hecho,

habrá sido descuidado, por algo habrá pasado".


Si hay algo bueno y bello en todo esto,

además de los discos y poemas que ha devuelto,

las canciones de ayer, el libro de cocina de la abuela,

el gusto descocido por el arte, las plantas, las macetas,


los amaneceres detrás de tu ventana, el fuego en el hogar,

los chocolates, los bailes ancestrales, las ganas de más mar,

los pájaros que vienen a mi patio, mi gato, el desparpajo,

el sol que, lento, nos deleita entre los dedos, el pelo largo,


la urgencia por salir, correr, vibrar, reír, 

por bebernos la vida a fondo blanco;

si hay algo, será, pues, esa certeza 

que a menudo, soberbios, nos obviamos...


¡Me ha de tocar un día a mí y he de partir!

Tal vez le toque a quien de mí cuida o depende,

y entonces quede sola, viuda, huérfana

o, lo que es peor aún, sin descendencia, en vida muerta.


Confieso que, temiendo lo peor, yo me hice el bolso,

dejé instrucciones breves pegadas a la heladera:

les dije que no quiero ropas negras ni quiero flores,

tan solo una canción, esa que tanto amo,


la que habla de esta soledad eterna que

desde que nací me ha acompañado,

la que suele visitarme en horas como esta

en las que, sola, le escribo a mi eterna compañera.






Sting - It's Probably Me (feat. Eric Clapton) (Original Video Clip)


lunes, 2 de agosto de 2021

Toque de queda

 

"El dolor es para la humanidad un tirano más terrible que la misma muerte."
                                                                    Albert Schweitzer



    Algún día nos encontraremos con los otros números, los números que no se muestran en las pantallas de los noticieros, con las bajas reales y negras de esto, que en verdad es una guerra contra un enemigo letal e invisible, con la feroz incerteza de la ciencia, con el macabro lucro político que se hizo a costa de tantas vidas humanas, con tanto abandono de personas que se hizo en medio del televisivo "Vení yo te lo explico: quedate casa, ponete este barbijo, usá lavandina, comprá alcohol en gel y lavate las manos"- en la tierra donde nos jactábamos de ser solidarios -, con las cifras frías y sin anestesia de tanto suicidio inducido por esta pandemia detrás de tanta persiana baja y del cartel de una venta que nunca se hizo. ¿Qué hago con este estupor que enmudece a una ciudad entera, qué hago con este ardor tan ácido en la boca del estómago, con la náusea, con esta elación de la sangre que en esta noche húmeda y fría me mantiene alerta y despierta? ¿Lo pongo en remojo en agua hirviendo, como un saquito de té, y me lo bebo como una infusión, como un bajativo? ¿Lo escribo? Perdón. No me animo... 





jueves, 17 de junio de 2021

Present Perfect

     

Manuel Belgrano


     Amaneció tarde, y el sol que asomó entre las ramas de los plátanos porteños no calentaba ni alumbraba. Las verederas estaban resbaladizas, húmedas del rocío matutino, y los pibes iban entrando de uno a uno, en fila india,  lentos y desperezando, como los gatos del barrio, fregándose las lagañas pegadas a los vértices del lagrimal, que lloraba por otro día mas así en la escuela. Las maestras estaban recién desayunadas, agarradas de sus travel mugs térmicos de café instantáneo, y emponchadas como gauchos, con gorros de lana con pompones de colores, botitas bajas forradas de corderito y hasta guantes de lana. Todo dentro de la escuela se sentía bizarro con las ventanas abiertas. Y a pesar del chiflete que corría por los patios y los pasillos en penumbra, los pibes se sentaron como soldados en sus bancos asignados justo donde estaba la marca roja sobre el piso que indicaba la distancia prudencial que se debe observar entre seres humanos ahora que estamos en el cole en pandemia. La profe, que tenía que arrancar la primera clase de la mañana, tuvo que encender las luces del aula a oscuras, que los pibes ni encendían para robarle al día unos minutos más de sueño. Nadie estaba en verdad contento. Clase de inglés a la primera hora de la mañana en un quinto año que no sabe si se va de viaje de egresados o si tendrá ceremonia de entrega de títulos, con dos bajas por contagio hasta el momento, que siguen la clase por su celu.


   Con total parsimonia, y a sabiendas de que su presencia no era bienvenida, la profe se tomó un buen rato para llenar el libro de temas, previa desinfección con un rociador con alcohol. Luego, a regañadientes, se puso de pie, tomó el marcador recargado que le suele proveer Secretaría, y se dio vuelta enfrentando la pizarra blanca todavía limpia. El murmullo del aula se alzó en sentida protesta. La profe sabía a ciencia cierta que sus alumnos de diecisiete años se habían quedado levantados mirando MasterChef Celebrity, chateando y soñando con otra realidad posible en las redes hasta bien entrada la madrugada, y se veía en el deber docente que la empujaba hacía mas de veinte años a arremeter con el Present Perfect que tocaba en el programa, y que caía justo en la Unidad 5 del bodrio de libro de texto que ni siquiera se le había permitido elegir para sus clases.

   Elevó su cabeza, fijó la vista en el cuadro de Belgrano que presidía el aula, y una vez más, se preguntó que hacía ella allí adentro... También la profesora, que caía rendida a las diez y media de la noche sentada en su sillón de mirar tele después de cubrir sus clases en tres colegios diferentes dentro de la ciudad, se preguntaba asiduamente si no existiría otra realidad mejor y posible más que la de enseñar el Present Perfect que, de todas maneras, nadie aprende a usar bien en inglés, y que casi ni hace falta si se saben el Simple Past... Tantos años de estudio en el Profesorado Nacional, tanto leer a Shakespeare, tanto estudiar historia inglesa, literatura, lingüística, fonética y gramática, para terminar un martes a las 8 de la matina intentando enseñar el Present Perfect a una burbuja de 15 adolescentes dormidos y mal olientes detrás de sus barbijos, enfundada hasta los dientes detrás de su propio barbijo tricapa ANMAT, comprado especialmente y pagado de su flaco bolsillo, en medio de una guerra con las ventanas abiertas de par en par.


martes, 1 de junio de 2021

Smooth Criminal

    

     Caminábamos como los colimbas al caer el sol en dos filas por el parque, haciendo caso omiso del cartel que rezaba "Cada uno en su carril". Habían tapeado las fronteras de la General Paz. Se sentía raro, como volver a los 70, a la dictadura. No se oxigenaba bien ni haciendo ejercicio. Algunos corrían. Ellos fueron los primeros en tener permiso y los llamaron "Runners" en pleno Palermo. Yo ya lo hacía con la consabida bolsita para disimular cuando todavía no se podía, cuadras y cuadras por calles y por avenidas, pero un policía una vez me paró y me preguntó dónde vivía, porque se dio cuenta de que no andaba de compras por esos lares. Otros paseaban a sus perros, y cuando volvían a casa les limpiaban las patas con lavandina. Hubo récord de casos de perros con patas quemadas en las veterinarias de toda la ciudad. Aparecieron miles de arcoíris pintados por los chicos en las ventanas de un montón de casas. Yo intentaba hacer lo que hacía antes de toda esta pesadilla, pero éramos muchos ahora, y entonces me veían... Y se reían. Algunos me aplaudían o me levantaban un pulgar de pasada, hasta de espaldas, cómplices respetuosos de mi rito excéntrico. Había una mina que le daba vueltas al parque en rollers, enchufada a sus auriculares y enfundada en un par de calzas engomadas, y bailaba sobre la bicicenda. Tenía un culo tremendo, y esa levantaba camioneros y ciclistas que la adulaban a bocinazos limpios. 

Yo hacía mi caminata diaria bailada. Con vincha y anteojos de sol, que se me empañaban cada dos por tres, para pasar desapercibida, pero ya no se podía. Éramos demasiados. Éramos un ejercito de almas en el Parque Saavedra deseando al unicornio azul que habíamos perdido en marzo de 2020. 


Y una señora mayor aún mas rebelde y libre que yo un día me hizo señas para que bajara el volumen al taco de mi música. Interrumpió mi encuentro con Jackson, cuya playlist sonaba ya de regreso al auto. Me detuve, me saqué los auriculares de las orejas, y a distancia y por lenguaje gestual, también me habló.

- ¡Te felicito! - me dijo. ¿Te puedo preguntar qué música escuchás?

Y yo me reí detrás de mi barbijo gris y le contesté con esa naturalidad irreverente para con la gente que me nació en pandemia.

 - Si que puede. Eso se puede todavía... ¡Qué no escucho, Señora Mía! Yo nací en los 80... ¡Escucho música! La mejor que jamás haya sido creada.

Y seguí caminando y bailando al ritmo de "Smooth Criminal" por no salir corriendo para tomar la Ruta 3 una mañana para no volver e irme cantando bajito para el campo, como hizo Celeste Carballo allá por el 82, pero sin permiso, sin barbijo y hasta sin auto, bailándome todo con Jackson.


Mi guitarra

 


Javier Limón, Juan Luis Guerra, Nella - Mi Guitarra (Lyric Video)


       Fui a la tienda por más palo santo para quemar.

Estaba sentado en la penumbra, entre esencias, ensimismado en su celular. Levantó sus ojos tristes y su bella melodía tocó el oído de mi afinado corazón, que va por las calles del barrio llorando a gritos mudos, partido de dolor.

-¿Vos ya habías venido por acá, no? - me preguntó, desde la defensa de su mirada esquiva de adolescente herido.

- Sí, vine hace unas semanas, pero me atendió un señor mayor, tu abuelo...

-No, ese señor es mi papá... No, todo bien, no te preocupes, todos se confunden...

Tuve que reparar el quiebre intermitente que mi presunción apresurada había generado en la conexión que los dos necesitamos. Entonces eché mano a su guitarra.

-Vos estabas con tu guitarra recién arreglada. ¡Es hermosa tu guitarra!

-¡Ah, sí, mi guitarra! Ya hace tiempo que no la toco. Ese día volvíamos del luthier, de hacerle cambiar una cuerda. Llevaba meses rota, pero en los primeros meses de la pandemia no había dónde llevarla a arreglar.

Y supe más, y, esta vez, mejor. Creo que supe todo, aunque ya debería haber aprendido a dejar de suponer que sé tanto.

-¿Vos componés?-, lo interrogué, con una sonrisa que, por estos días, me duele como una queja.

-Sí... bah...  yo... hace rato que no escribo... con esto de la pandemia... ¿Viste cómo fue?

Fue como un relámpago de revelación divina, una epifanía literaria bien ejecutada, instantánea y fugaz, honda y reverberante, casi perfumada. Fue como ver mi propia sombra resonando en su mirada esquiva.

-Vos sos un artista. Tenés que componer.

Se me cagó de risa con el desparpajo del que se desconoce en su más profunda esencia inexorable - de quién aún no sabe de qué madera está hecho -, mientras me embolsaba el palo santo que yo estaba a punto de pagarle. Entonces fui por más:

-Igual que mi hijo, te me cagás de risa en la cara. Creéme, yo sé lo que te digo: vos naciste artista. 

Lo sentencié: un hachazo de vida y muerte directo al corazón.

Se quedó colgado, prendado, me indagó en mis gustos musicales, me palpó el alma con sus ojos tristes, porque en ella se encontró con su propio eco de cuerdas gruesas, borbona letal. Fue mucho para procesar en mi primera tarde de caminata después de meses de encierro mental. Me prometió que, la próxima vez que vaya por palo santo, me la va dejar tocar.