"El Girasol", Gustav Klimt, 1906-7, Óleo sobre lienzo.
El viaje no fue un viaje externo sino un convite, una necesidad desplazada por largo tiempo, de mirar hacia adentro. Me viajé entera. Viajé por todo el pasado vivido, gozado y padecido que recuerdo, con lagunas aquí y allá, con campos bien arados, otros resecos, y unos cuantos inundados o simplemente abandonados, yermos. Los recuerdos de mi pasado tienen una geografía semejante a la de ese paisaje sobre el cual mis ojos por fin descansaban de tantas lágrimas tras la ventanilla en aquella mañana soleada y ventosa de agosto en la que hui de lo que me quedaba de los míos y de mi casa. Y las sombras lánguidas de los árboles a la vera de la ruta se me hacían las emociones que me habían habitado en distintos momentos, asomándose por la ventanilla de mis vivencias en los momentos más trascendentales de mi existencia. Había mucho miedo en esas sombras largas e irregulares. Había parvas de inseguridad y un gran fardo de falta de coraje y autoestima sobre esos campos que se perdían en el horizonte limpio y borroso del mediodía. Los molinos de viento desdibujados por los reflejos del sol eran la representación de mi perenne necesidad de llamar la atención del viento, de decir "¡Aquí estoy: esta soy yo, y estoy deseando volar!". Esa necesidad de validación y de amor incondicional que nunca había encontrado en los vientos familiares hasta que decidí que me las iba a prodigar yo misma. Hubo un tramo de la ruta en el que atravesé un campo lleno de girasoles florecidos en pleno mes de agosto. Una rareza que presentí como un signo, un presagio, mi única compañía y consuelo. Se me ocurrió que esos girasoles, regodeándose bajo el poderoso sol del mediodía, habían logrado encontrar el zenit que yo nunca me permití salir a buscar en mi propia vida. Yo deseaba ser un girasol de agosto. Aunque hasta esa madrugada, había vivido como las vacas que pastaban sobre los campos y buscan sombra al mediodía: cubriendo mis necesidades básicas, haciendo aquello que de mí se esperaba, dejándome preñar, amparándome bajo carteles cuando llovía, produciendo leche para alimentar, amamantando a mi cría, pero siempre dentro de los límites de un campo arado y cercado, sin asomar la cabeza fuera del perímetro de lo que se me presentaba como lo seguro para ver que había más allá de lo que yo creía era la verdura habitable para mí. Nunca una aventura. Un intento de fuga como este. Una travesura. Una osadía. Era tan aburrida como una vaca, sí... Definitavemente. Y así me sentía: aburrida de la vida. Me conectaba con ese deseo verde y amarillo de ser un girasol de agosto, ese deseo eterno y rebelde de vivir regida sólo por el sol y regada sólo por la lluvia, de conectar con las raíces más profundas de la tierra, de lo simple, lejos de la ciudad, un girasol de agosto mecido por el viento, sintiéndose solo y único, una rareza, vamos - que ni yo misma jamás termino de comprender ni de aceptar -, condenada a ser siempre eso: una rareza para el resto de los girasoles bajo el sol de agosto en el campo.