Yo soy.
Comienzo los días
de una vida que, a ratos, se me hace vacía
intentando no identificarme
con aquello que el mundo
dice que yo soy,
con lo que lleva sello en mi documento,
en todos mis diplomas,
en mi libreta roja de casamiento,
en mi negro registro de conductora
de un vehículo que yo ni siquiera conduzco,
y que no deseo poseer para probar que soy.
Yo soy.
Puedo enumerar una larga lista
de habilidades, de capacidades y de derroteros:
lenguas, palabras, alhajas,
empleos,
nombres, lugares, pinturas,
sabores, olores, colores,
árboles, poemas, todas las canciones
que me subyugaron,
que me prometieron
muchísimo más de lo que me dieron,
y esta soy yo: yo soy la que escribe su definición.
Yo soy.
Yo no soy aquello que decido ser.
Yo no soy aquello que adoro hacer.
Yo no soy quien otros creen que yo debo ser.
Y sé muy bien quien soy,
aunque yo no tenga una definición.
Soy un núcleo líquido en el que navego
cuando la marea de esta vida adulta
por fin se sosiega, por fin se me aquieta,
cuando el flujo cede en honda sintonía con mis propias lunas,
y puedo gozar en mis aguas mansas,
y puedo ser yo en mis playas blancas, desnuda.
Entonces me paro frente a mis espejos
y me veo en todo lo que ahora descreo:
esa imagen vana, que es sólo un reflejo,
y todas las premisas que se me han dispuesto
para ser quien soy,