Llego a Borges,
le entro,
derrito el miedo:
alegremente me pierdo
en ese laberinto del espejo,
me embriago de Arquetipos y Esplendores,
me lleno los pulmones de eucaliptos,
arribo al otro lado del ocaso,
me encuentro con un sueño sepultado:
detrás de los reflejos, presiento que ese Borges me ha nombrado.
Me fugo al mar, la invoco a mi Alfonsina,
acaricia la espuma mis talones,
evoco a quien mi nombre me ha legado
y grito, en el romper de un nuevo oleaje, en el despunte del otoño de mis días,
“Madre, Vos, con mi nombre, te has equivocado.”
Desde hoy, si él llama, diganle que yo a mi nombre lo he cambiado,
que no pienso irme a dormir, no todavía,
que, a pesar de todas las heridas, aún tengo sed y hambre de vida,
que este es apenas mi bautismo de sal en la Poesía,
y que, desde hoy, en Libertad, de pie, a viva voz, decreto Yo que mi nombre es Alfonsina Borges.