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miércoles, 23 de junio de 2021

La rosa del desierto

 

Sting - Desert Rose (Official Music Video)


[Intro:]

Amor, amor, amor...

Después de tanto tiempo
Sigo soñando con el amor perfecto
Sigo soñando con el amor perfecto
Sigo soñando con encontrar el gran amor...

Sueño con lluvia, amor, amor
Sueño plantar en el gran desierto vital
Cuando despierto, amor, amor
Sueño un amor que el tiempo hará marchitar

Sueño con fuego, amor, amor
Sueños que ató un amor que jamás morirá
Y en ese ardor, amor, amor
La sombra de mi deseo se hace danza
Ay, esta flor, amor, amor
Esconde una promesa secreta
La rosa del desierto, amor
No hay perfume mas embriagador que el de esta flor


Y al develarse, amor, amor,
Despliega toda la lógica del soñar  
Arde este fuego, amor, amor
Y descubro que nada es lo que parece ser

Sueño con lluvia, amor, amor
Sueño plantar en el gran desierto vital
Luego despierto, amor, amor
Sueño un amor que el tiempo hará marchitar

Sueño con lluvia, amor, amor
Un cielo abierto me tumbo a contemplar
Y sin mirar siento el perfume embriagador
La intoxicante esencia del gran amor

Amor, amor, amor... 

Sueño con lluvia, amor, amor
Sueño plantar en el gran desierto vital
Cuando despierto, amor, amor
Sueño un amor que el tiempo hace marchitar

La rosa del desierto, amor
Guarda el secreto de una promesa
Es esta flor, amor, amor
No hay perfume mas embriagador que el de esta dulce flor

Rosa de dulce olor
Guarda el ardor de amores ocultos
Rosa de dulce olor
Perfume embriagador
Me intoxica la misma esencia del amor


Amor, amor, amor...

sábado, 19 de junio de 2021

Los poderes curativos de la pizza

    





      Hacía tiempo que no nos veíamos y sentí que una pizza ayudaría a derretir el hielo. A mal puerto... Esta chica está muy cambiada; habla y habla todo el tiempo del poder de los alimentos:


Es increíble lo que se adelgaza cuando eliminás las harinas de tu dieta. También tomo mucha agua: casi dos litros por día, y así elimino las toxinas. La piel también me lo agradece cada mañana. Frutas frescas al desayuno y las secas, antes de ir a la cama... Mucho ajo, apio y mariscos súper frescos garantizan los orgasmos duraderos. Si le agregás semillas a la ensalada, es increíble, pero, te juro, te convertís en multiorgásmica. Con los años, he remplazado carne de cerdo, vaca y pollo por pescado a la plancha, aunque solamente dos veces a la semana, porque está caro. Te aseguro que mis electros de esfuerzo - los que me piden para mis sesiones levanta-glúteos en spinning - son la envidia de mi médico, que, dicho sea de paso, es un bombón de chocolate. A ese sí que me lo como sin preocuparme por nada...

Se fue al baño un momento. Dejó pedida un agua mineral sin gas con rodajas de limón fresco y mucho hielo. Reinaba el silencio. Yo miré por la ventana, como queriendo escaparme a otros tiempos: aquellos días en los que salíamos de cacería por las calles de mi barrio buscando una pizza. Eran días en los que no existía el delivery y en los que nadie se asustaba si dos chicas iban comiéndose una porción de pizza grasosa por la vereda, camino a casa y de la caja...


  Pese a todo lo que se diga de la harina, yo aún creo en los poderes curativos de la pizza que practicábamos ella y yo en aquellos bellos días en los que éramos bellas sin esfuerzo. Desde chica, la pizza forma parte del mecanismo de la ley de compensación de mi propio universo. Les explico: dice mi amiga  que además de obsesiva de la comida sana, bah, es posmoderna — que la vida es una ecuación matemática exacta: recibís de manera precisa lo que das, ni más, ni menos. Es por eso  yo asumo, con una pizza de por medio  , que ella cree que si ingiere solo cosas saludables, el universo le dará la salud que ella espera. A este principio pseudo científico al que mucha gente adscribe se lo conoce como la ley de compensación, y es para mí una gran patraña aplicado a la vida. Y esto lo digo con conocimiento de causa: han sido tantas las veces en mi vida en las que di todo lo que tenía para dar   tanto dí que hasta parecía más de lo que tenía  , y a cambio no recibí nada, que ahora sólo creo en los poderes de la pizza...

 La pizza es la piedra filosofal de aquello que yo practico y entiendo como mi ley de compensación: lo que la vida me da o me quita, lo celebro o lo compenso con una pizza... 

    Aquí les paso mi receta compensatoria que escribí cuando volví de comer pizza con mi ex-amiga...


Moscato, pizza y fainá: la mejor argentinada.
Para ahuyentar el mal de amores: pizza de jamón y morrones.
Para sacarte toda la bronca: pizza casera, bien amasada.
Para superar peleas: con verdeo y panceta.
El mejor afrodisíaco: pizza en pelotas, con los dedos...
Como entrada: pan de pizza a la canasta.
Para un día aburrido: pizza verde gratinada.
Para visitas inesperadas: pizza comprada.
Para comerla viendo a Sherlock: fugazzeta y doble queso.
Para detener el llanto: pizza con tomate y ajo.
Para celebrar la vida: pizza con lonjas de longaniza.
Para el invierno: pizza de cancha.
Para el verano: pizza fría en el desayuno.
Para los chicos: pizza con varios huevos fritos.
Para un domingo de soledad: una pizza individual.



viernes, 18 de junio de 2021

El camino a casa

    


"Home" - Michael Bublé & Blake Shelton & David Foster

     Según La Biblia, el número de días que pasó Jesús en el desierto es 40. Para mi vieja fueron 90. Y  durante los últimos días de travesía por el desierto de su agonía, me preguntó tres veces cómo podía hacer para encontrar el camino a casa, porque estaba perdida y no sabía cómo volver. Yo le di tres pistas: una fotografía en blanco y negro de sus padres sentados en el patio de su casa de soltera, porque creí y creo que la vinieron a buscar para llevarla de vuelta a casa; un aria de Tosca cantada por una de las voces que más feliz la hicieron, la voz de Luciano Pavarotti, y una unción con aceite de mirra que yo misma adquirí y bendije para asistirla en encontrar el camino de regreso a la casa del Padre. Y hoy siento que mi vieja resucitó al tercer día de entre los muertos y que me acompaña cada día desde donde está, junto a su papá y su mamá, en su recóndita armonía y ungida por el perfume de Dios, que es Padre y Madre perfectos.

jueves, 17 de junio de 2021

Present Perfect

     

Manuel Belgrano


     Amaneció tarde, y el sol que asomó entre las ramas de los plátanos porteños no calentaba ni alumbraba. Las verederas estaban resbaladizas, húmedas del rocío matutino, y los pibes iban entrando de uno a uno, en fila india,  lentos y desperezando, como los gatos del barrio, fregándose las lagañas pegadas a los vértices del lagrimal, que lloraba por otro día mas así en la escuela. Las maestras estaban recién desayunadas, agarradas de sus travel mugs térmicos de café instantáneo, y emponchadas como gauchos, con gorros de lana con pompones de colores, botitas bajas forradas de corderito y hasta guantes de lana. Todo dentro de la escuela se sentía bizarro con las ventanas abiertas. Y a pesar del chiflete que corría por los patios y los pasillos en penumbra, los pibes se sentaron como soldados en sus bancos asignados justo donde estaba la marca roja sobre el piso que indicaba la distancia prudencial que se debe observar entre seres humanos ahora que estamos en el cole en pandemia. La profe, que tenía que arrancar la primera clase de la mañana, tuvo que encender las luces del aula a oscuras, que los pibes ni encendían para robarle al día unos minutos más de sueño. Nadie estaba en verdad contento. Clase de inglés a la primera hora de la mañana en un quinto año que no sabe si se va de viaje de egresados o si tendrá ceremonia de entrega de títulos, con dos bajas por contagio hasta el momento, que siguen la clase por su celu.


   Con total parsimonia, y a sabiendas de que su presencia no era bienvenida, la profe se tomó un buen rato para llenar el libro de temas, previa desinfección con un rociador con alcohol. Luego, a regañadientes, se puso de pie, tomó el marcador recargado que le suele proveer Secretaría, y se dio vuelta enfrentando la pizarra blanca todavía limpia. El murmullo del aula se alzó en sentida protesta. La profe sabía a ciencia cierta que sus alumnos de diecisiete años se habían quedado levantados mirando MasterChef Celebrity, chateando y soñando con otra realidad posible en las redes hasta bien entrada la madrugada, y se veía en el deber docente que la empujaba hacía mas de veinte años a arremeter con el Present Perfect que tocaba en el programa, y que caía justo en la Unidad 5 del bodrio de libro de texto que ni siquiera se le había permitido elegir para sus clases.

   Elevó su cabeza, fijó la vista en el cuadro de Belgrano que presidía el aula, y una vez más, se preguntó que hacía ella allí adentro... También la profesora, que caía rendida a las diez y media de la noche sentada en su sillón de mirar tele después de cubrir sus clases en tres colegios diferentes dentro de la ciudad, se preguntaba asiduamente si no existiría otra realidad mejor y posible más que la de enseñar el Present Perfect que, de todas maneras, nadie aprende a usar bien en inglés, y que casi ni hace falta si se saben el Simple Past... Tantos años de estudio en el Profesorado Nacional, tanto leer a Shakespeare, tanto estudiar historia inglesa, literatura, lingüística, fonética y gramática, para terminar un martes a las 8 de la matina intentando enseñar el Present Perfect a una burbuja de 15 adolescentes dormidos y mal olientes detrás de sus barbijos, enfundada hasta los dientes detrás de su propio barbijo tricapa ANMAT, comprado especialmente y pagado de su flaco bolsillo, en medio de una guerra con las ventanas abiertas de par en par.


miércoles, 2 de junio de 2021

La pelota

 




"Deja que ruede
Como el aire entre las hojas
Todo es oro, todo es sal

Que llegará el día
Que no quemen sus recuerdos
Que se apagará el dolor

Personalmente creo
Que todo esto es una locura..."

Las pelotas, "Personalmente"


Ya hacía varios días seguidos que amanecía antes que el sol, pero una de estas madrugadas una molestia ardiente me desalojó de la cama a las cuatro de la mañana. Sentí como una pelota atascada en la boca del estómago que se me subió hasta la garganta después del desayuno, cuando ya todos se habían ido a atender su juego. Restándole importancia, y dura como soy para lanzar, me tomé una Buscapina con un jugo de naranja y arremetí con los quehaceres de rutina para acallar mi conciencia ancestral: barrer la vereda, poner la ropa a lavar —cosa que ha ganado en volumen últimamente, muy a mi pesar—, tender bien las camas de los chicos, poner orden en los placares, limpiar los baños y decidir el menú del día.


Emergí del claustro ya ordenado pasadas las diez por los víveres para pergeñar algo para el almuerzo y, al comenzar la marcha, noté que la pelota se había reducido en tamaño pero seguía atorada, rebotando dentro de mi esófago. A la actividad de esa acidez gástrica y la falta de sueño se le sumaba la resaca de todos los cafés que me había tomado en un intento por neutralizar el desasosiego, entre que subía y bajaba armada hasta los dientes de trapos y aspiradora. Suelo preguntarme a esas alturas de mi yugo cotidiano cómo harían mis abuelas para dejar todo reluciente sin aspiradora y sin chistar. Y hay que ver cómo le daban a la cocina ellas. Lo mío no es cocinar, lo sé: se trata de una estrategia de supervivencia, un mal necesario. No funciona como terapia ni como acto de realización personal, lamentablemente. Lo que sigo sin saber todavía es qué será lo que sí funciona para acatar el mandato de trascendencia que heredé de la noble rama paterna de mi árbol. Todas estas rumiaciones, y algunas ensoñaciones pintorescas, me acompañan allá donde vaya desde que dejé de trabajar.

Volví cargada a la media hora, tiré las bolsas sobre la mesa y encendí la radio para hacer el ritual doméstico algo más llevadero, pero esta estación que se escucha bien desde la cocina pasaba música que me pegaba como latosa, y las noticias cargaban con un insufrible lastre oficialista que me irritaba aun más. ¡Ay, si la abuela me viera! Quedaría desheredada de esos libros de cocina ilustrados de tapa dura que aparecieron en lo de mi vieja y encontraron mejor puerto en la cocina de mi hermana, cuatro años más lejos de los cincuenta, y mil años más domesticada que yo.


Almuerzo al paso con los chicos —ahora, dueños de muchos silencios, pocos o nulos aplausos para el platillo que se limpian de un zaque, y siempre apurados por irse a sus cuartos a enchufarse a sus aparatos y a desenchufarse de mamá—, acuso sensación de haber comido demasiado rápido, demasiado fuerte, demasiado; le doy rauda puesta a punto a la cocina y me rindo en una obligada siesta sobre el sillón del living para poder llegar a la noche entera. Él siempre vuelve a casa recién pasadas las seis. Se impone caminata bajo un tibio sol de media tarde, y me voy al parque mascando chicle, mirada impasible y sonrisa falsa para la vecina de la esquina que suele estar en la puerta a esa hora, sacando al perro a cagar. No la puedo ver a esta tipa, que larga al perro todas las mañanas y lo deja mear en el cantero de mi árbol o sobre el portón de mi garaje, pero la saludo igual. Y en ese preciso momento, cuando estoy dejando atrás a la vecina y a su asqueroso perro, noto que la pelota se convierte en náusea.

Tanta cosa que se observa por cortesía, por obligación aprendida, por condescendencia auto-impuesta, que se ve que se formó una pelota de enojo en el estómago, bah, una pelota de ira: llamemos a las cosas por su nombre de una puta vez. Tanto enojo con la vida porque las cosas no te salieron como vos soñaste a los veinte, y después, a los treinta, y un rato más tarde, a los cuarenta. Lo bueno es que ahora, en el despojo pandémico de los cincuenta, ya no hay a quién tirarle la pelota.



martes, 1 de junio de 2021

El violinista del Mitre

                                                          



Obra del artista argentino Gabriel Paschetta


 "Quiero ver, quiero entrar

Nena, nadie te va a hacer mal
Excepto amarte
Vas aquí, vas allá
Pero nunca te encontrarás
Al escaparte
No hay fuerza alrededor
No hay pociones para el amor
¿Dónde estás? ¿Dónde voy?
Porque estamos en la calle
De la sensación...
Muy lejos del sol
Que quema de amor"

                                                                         Serú Girán, 1978


     Todos sentados con la boca oculta detrás de nuestros barbijos, como ovejas con bozal de un rebaño sin pastor, sin cura, sin vacuna y sin destino. Algunos miramos por la ventana al Buenos Aires devenido en páramo, una triste sombra del querido que ha sido. Otros no sacan sus ojos de la pantalla adictiva de sus celulares, en busca de otra app para obtener el permiso que tenemos que tener para que se nos permita transitar el territorio en el que hemos nacido, y al cual, aún sin libertad, seguimos edificando, intentando sanar, educar, aprender, vender - pese a todo y mal que les pese -, día a día, a fuerza de trabajo honrado, forzado, mal pagado, y se me hace que hay que sacar permiso hasta para pensar, para ponerlo en términos borgianos. Muchas veces este vagón de tren se me hace, en verdad, orwelliano, y "me percibo" Winston, encerrado en el cuartucho 101 bajo las luces del torturador que desde la app de mi celular - que, bajo esta luz porteña de hoy, me obnubila -, me pregunta por mi género, cuando Gran Hermano predica que eso es mera percepción: ¡menuda contradicción! Entonces viajo atrás en el tiempo, pero voy más allá de 1984, porque este cuento no me lo contaron: lo viví yo acá mismo, y es una película de terror que se repite en la pantalla a pesar de que no todas las ovejas de la granja se percatan ni se rebelan, una pesadilla recurrente que me despierta de madrugada, empapada de sangre, sudor y lágrimas.

En eso siento un vibrar de cuerdas tenue en mis oídos, levanto los ojos de mi celu, y me encuentro con los ojos de un artista de las cuerdas, con su mirada cansada, herida, y con su violín al hombro y un carrito donde carga con su amplificador y su netbook, plateada y baqueteada, con las pistas preparadas. Viste de gris, y grises son las ojeras que se asoman por sobre su barbijo gris, que denotan una pena, la ruidosa desazón del estigma que reclama ser tocado y sanado de alguna que otra manera. Todo en él exuda la cristiana tristeza del estigma. Saluda, y nadie mira, nadie escucha. Quito mis auriculares de las orejas - que me auxilian a la hora de evadirme de los riesgos que estoy corriendo al usar transporte público en la tierra de los permisos digitales para obnubiladas ovejas acorraladas por siniestros empleados del Ministerio del Nosepuede que esperan en los andenes para llevarnos al matadero cuando nos cazan con el permiso del voto sin el permiso de subir al tren.



Clavo la vista en las clavijas del terciopelo del instrumento, que él afina con destreza y dedos finos y largos, como sacados de una pintura de un Modigliani, pancita cervecera, pelo revuelto y uñas largas pero limpitas, como nos han enseñado en casa a tantos. Presenta su próxima pieza. Aún me quedan dos estaciones para llegar a destino. Deseo ferviente de no llegar nunca, de escucharla toda, entera. Y se abre, estalla, majestuosa, en el vagón adormilado e indiferente del ferrocarril Mitre rumbo a Retiro, "Seminare", y se recrea toda mi adolescencia, aquel grito de rebeldía ante una dictadura que ha vuelto a perpetrarse en esta tierra, de donde, ahora, son mis hijos quienes quieren irse. ¡Qué gran tristeza me embarga! Cuánto resueno con esta melodía cuya letra casi ya he olvidado de tanto seminario andado en tristezas, decepciones y fracasos. Me pongo de pie, manoteo un veinte todo arrugado, descolorido, devaluado, tal como el arte que encarnamos. Se lo pongo en su bolsito gris y le digo:

- Me alegraste el viaje... El día, la vida entera, te diría...


Palpa mi alma por mis gustos musicales. Le doy la misma respuesta que al de la guitarra de la otra vez, respuesta ensayada, por no pecar de demasiado entusiasta, de desubicada, siempre temiendo ser mal leída por loca, por puta, pero me lo llevaría a casa, sí, claro, yo lo adoptaría, para calmar esta sed de maternar arte, esta abstinencia feroz de museos y de libertad de movimiento que me quema como el sol de este mediodía. Y no puedo evitar la intrusión del pensamiento en medio de la emoción que me embarga y que me pone en deuda con mi fe: nuestros pastores deberían adoptar a las ovejas descarriadas en lugar de dar sermones desde sus altares blanqueados en sus huérfanos templos abarrotados de arte y tantas veces cerrados bajo candado tras negras rejas.

- Me va casi todo de lo bueno. Pero me puede Sting.

Se abren las puertas en el vagón del Mitre. Tengo que dar el paso para irme al trabajo y dejar a mi arte afuera, porque el arte no es trabajo, tal como nos han enseñado.

Camino bajo el sol del mediodía en la ciudad de la furia. Arranca el tren. Y reverberan en el andén semi desierto los acordes de "Shape of my heart". Alguna vez yo la traduje, ahora que pienso, pero casi ni me acuerdo. Y se me hace que la escucho en la versión que yo traduje, cantada en español por una bella voz, no la que encontré en YouTube, precisamente, en ese tren que jamás me llega, pero en este viaje acompañada por la ejecución perfecta del violinista del Mitre.



Soda Stereo - En La Ciudad De La Furia (Gira Me Verás Volver)



Smooth Criminal

    

     Caminábamos como los colimbas al caer el sol en dos filas por el parque, haciendo caso omiso del cartel que rezaba "Cada uno en su carril". Habían tapeado las fronteras de la General Paz. Se sentía raro, como volver a los 70, a la dictadura. No se oxigenaba bien ni haciendo ejercicio. Algunos corrían. Ellos fueron los primeros en tener permiso y los llamaron "Runners" en pleno Palermo. Yo ya lo hacía con la consabida bolsita para disimular cuando todavía no se podía, cuadras y cuadras por calles y por avenidas, pero un policía una vez me paró y me preguntó dónde vivía, porque se dio cuenta de que no andaba de compras por esos lares. Otros paseaban a sus perros, y cuando volvían a casa les limpiaban las patas con lavandina. Hubo récord de casos de perros con patas quemadas en las veterinarias de toda la ciudad. Aparecieron miles de arcoíris pintados por los chicos en las ventanas de un montón de casas. Yo intentaba hacer lo que hacía antes de toda esta pesadilla, pero éramos muchos ahora, y entonces me veían... Y se reían. Algunos me aplaudían o me levantaban un pulgar de pasada, hasta de espaldas, cómplices respetuosos de mi rito excéntrico. Había una mina que le daba vueltas al parque en rollers, enchufada a sus auriculares y enfundada en un par de calzas engomadas, y bailaba sobre la bicicenda. Tenía un culo tremendo, y esa levantaba camioneros y ciclistas que la adulaban a bocinazos limpios. 

Yo hacía mi caminata diaria bailada. Con vincha y anteojos de sol, que se me empañaban cada dos por tres, para pasar desapercibida, pero ya no se podía. Éramos demasiados. Éramos un ejercito de almas en el Parque Saavedra deseando al unicornio azul que habíamos perdido en marzo de 2020. 


Y una señora mayor aún mas rebelde y libre que yo un día me hizo señas para que bajara el volumen al taco de mi música. Interrumpió mi encuentro con Jackson, cuya playlist sonaba ya de regreso al auto. Me detuve, me saqué los auriculares de las orejas, y a distancia y por lenguaje gestual, también me habló.

- ¡Te felicito! - me dijo. ¿Te puedo preguntar qué música escuchás?

Y yo me reí detrás de mi barbijo gris y le contesté con esa naturalidad irreverente para con la gente que me nació en pandemia.

 - Si que puede. Eso se puede todavía... ¡Qué no escucho, Señora Mía! Yo nací en los 80... ¡Escucho música! La mejor que jamás haya sido creada.

Y seguí caminando y bailando al ritmo de "Smooth Criminal" por no salir corriendo para tomar la Ruta 3 una mañana para no volver e irme cantando bajito para el campo, como hizo Celeste Carballo allá por el 82, pero sin permiso, sin barbijo y hasta sin auto, bailándome todo con Jackson.


Mi guitarra

 


Javier Limón, Juan Luis Guerra, Nella - Mi Guitarra (Lyric Video)


       Fui a la tienda por más palo santo para quemar.

Estaba sentado en la penumbra, entre esencias, ensimismado en su celular. Levantó sus ojos tristes y su bella melodía tocó el oído de mi afinado corazón, que va por las calles del barrio llorando a gritos mudos, partido de dolor.

-¿Vos ya habías venido por acá, no? - me preguntó, desde la defensa de su mirada esquiva de adolescente herido.

- Sí, vine hace unas semanas, pero me atendió un señor mayor, tu abuelo...

-No, ese señor es mi papá... No, todo bien, no te preocupes, todos se confunden...

Tuve que reparar el quiebre intermitente que mi presunción apresurada había generado en la conexión que los dos necesitamos. Entonces eché mano a su guitarra.

-Vos estabas con tu guitarra recién arreglada. ¡Es hermosa tu guitarra!

-¡Ah, sí, mi guitarra! Ya hace tiempo que no la toco. Ese día volvíamos del luthier, de hacerle cambiar una cuerda. Llevaba meses rota, pero en los primeros meses de la pandemia no había dónde llevarla a arreglar.

Y supe más, y, esta vez, mejor. Creo que supe todo, aunque ya debería haber aprendido a dejar de suponer que sé tanto.

-¿Vos componés?-, lo interrogué, con una sonrisa que, por estos días, me duele como una queja.

-Sí... bah...  yo... hace rato que no escribo... con esto de la pandemia... ¿Viste cómo fue?

Fue como un relámpago de revelación divina, una epifanía literaria bien ejecutada, instantánea y fugaz, honda y reverberante, casi perfumada. Fue como ver mi propia sombra resonando en su mirada esquiva.

-Vos sos un artista. Tenés que componer.

Se me cagó de risa con el desparpajo del que se desconoce en su más profunda esencia inexorable - de quién aún no sabe de qué madera está hecho -, mientras me embolsaba el palo santo que yo estaba a punto de pagarle. Entonces fui por más:

-Igual que mi hijo, te me cagás de risa en la cara. Creéme, yo sé lo que te digo: vos naciste artista. 

Lo sentencié: un hachazo de vida y muerte directo al corazón.

Se quedó colgado, prendado, me indagó en mis gustos musicales, me palpó el alma con sus ojos tristes, porque en ella se encontró con su propio eco de cuerdas gruesas, borbona letal. Fue mucho para procesar en mi primera tarde de caminata después de meses de encierro mental. Me prometió que, la próxima vez que vaya por palo santo, me la va dejar tocar.