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sábado, 10 de septiembre de 2022

El perfume de Dios


"Amas lo justo y odias lo que es malo;
por eso, Dios, tu Dios, te dio a ti solo
una unción con perfumes de alegría
como no se la dio a tus compañeros.
Mirra y áloe impregnan tus vestidos,
el son del arpa alegra tu casa de marfil." 

Salmos 45: 8 -10, La Biblia Latinoamericana.



   Caminando por la calle Tacuarí, en pleno centro porteño y en medio de un calor arrebatador, me encontré con un pituco local de esencias, fragancias, aceites y difusores aromáticos para ambientes, y una fila de personas en la puerta de acceso al negocio, todas con una bolsa entre las manos con la letra "E" impresa sobre ella. Como no es nada difícil tirarle de la lengua a un porteño, sobre todo cuando está practicando su deporte favorito, que, sin lugar a dudas, es hacer cola, me acerqué a una señora de cabellos blancos y le pregunté qué regalaban en el negocio.

-Regalar no regalan nada. Cobran bien caro... Esperamos para que nos cambien estos difusores. Cuando los compramos, nos hicieron oler la fragancia de un tester, y el perfume era riquísimo y bien persistente. Pero al llevarlo a casa, a todos nos pasó lo mismo: las varillas no huelen a nada...  ¡Una estafa!

- ¿Y cuál es la fragancia? - pregunté, curiosa.

- Alegría. - me soltó, muy apenada.


   Camino a la parada de colectivo, se me ocurrió pensar que toda esa gente haciendo cola o bien está desesperadamente deprimida o nunca debe haber pasado por una depresión en su vida. Recordé también alguna vez haber leído en un libro muy, muy amarillo, arrugado y perfumado, sobre fragancias y trucos para hacerlas perdurar, que el aroma de la alegría - de enérgicas notas cítricas, avainilladas y florales - se evapora ante el menor intento de comprarlo o de venderlo, ya que es la única fragancia del universo que no tiene precio. Las narices del mundo perfumero dicen que se asemeja al aroma que se desprende de entre los pliegues de la piel de un recién nacido. Algunos lo llaman "el perfume de Dios". Quienes alguna vez lo hemos perdido para volver a encontrarlo en las cosas cotidianas sabemos bien cómo huele y sabemos, además, que no se compra en frasquito.



 

Apropiación del cuerpo

           




El psi me da una consulta virtual una vez por semana.

Emplea un eufemismo, un diagnóstico impreciso,

que expide en receta por duplicado y por whatsapp

 con letra ilegible de médico: típico.

Siempre la encabeza:

"Receta de emergencia COVID-19

válida por 7 días".


"Trastorno de estado de ánimo", 

así él lo diagnostica, apelando al Manual DSM-5,

al pie de la lista de fármacos

que cuestan una fortuna...

Pero ambos sabemos bien

que de depresión hablamos,

acá, en Argentina, y hasta en la China...


De densos duelos yo vengo,

de ausencias, pérdidas,

menopausia y del puto barbijo grueso: gruesa como quedé yo.

Estuve tirada 

en el living, sobre el sillón,

con ganas de hacer casi nada

por meses y por semanas con el frío del calor.



El otro día el psi me dijo,

lo más tranquilo, en llamada entrecortada,

que, para salir de este estado maldito,

tengo que "apropiarme de mi cuerpo"...

¿De qué apropiamiento me habla?

Difícilmente esto que soy yo hoy podría lograrlo pronto...

Y encima después me pregunta: - ¿Estás apurada?




¿De cuál de todos mis cuerpos me estará hablando este tipo?

¿Del que fue, del que es o del que se avecina?

La verdad, hasta él mismo lo admite,

es más fácil para cualquier tipo no hacerse mucho problema

por pelos, canas, calvicie, panza, marcas del tiempo en el cuerpo y la cara...

Gorra con onda, anteojos de sol, barba freudiana, prolijita y arreglada, y listo. 

Todo eso está bien visto: fijate vos que a las minas nos resultan atractivos.



Yo añoro a aquella que fui hace un tiempo, no tanto,

sólo unos años, esos que pasan volando

- como aun escucho decir a las viejas de la familia...

Añoro a mi prístino rostro, mi largo cabello rubio, mis ojos y su mirada, 

mi baile con piernas firmes, mis senos erguidos, asibles,

mis brazos torneados de ir tanto a aquel gimnasio

que ahora, en la postpandemia, quedó cerrado.




                                    Añoro a aquella mujer que robaba las miradas,

a esa que, en cualquier esquina, ganaba piropos y bocinazos

miradas, piropos, bocinas que, ahora, liga mi hija, a quien adoro,

cuando a mi lado camina, muy de vez en cuando, claro,

por tener su rutina de estudios, novio, gimnasio y eternas salidas.

Mientras que yo aquí, enojada, sola y de madrugada, escribo

en el nido vacío, entre las prendas que ella dejó sembradas por toda la casa.





Hay que ser una mujer bien plantada 

en las raíces de la vida

- raíces que, a veces, parece, se van secando con el paso de los años -

para no desapropiarse de una misma,

con tanto cambio, tanto dolor, tanto vacío en el nido

para aprender a caminar de nuevo por esas calles de siempre 

sin desear andar cubierta por una capa de niebla.




Las mujeres de estos tiempos nos empeñamos en obedecer 

 los mandatos de la era del cuerpo perfecto y el "forever young".

A mí lo que mas me apena 

es que mis hijos me vean tan diferente a quien su madre era,

a esa madre que se sentía tan fuerte, tan plena,

esa mujer escindida entre ser mujer y madre, a quien la hacía bonita

el perfume que emanaba del sudor de aquel ahínco en la rutina del día a día.



- ¡Así es la vida, Señora mía!


Y antes de terminar la llamada,

al final de una consulta de unos 40 minutos, 

la ansiosa paciente pregunta, inocente y genuinamente:

- ¿Y cuánto demoran en hacer efecto todos estos remedios?

¿No se receta algún fármaco para la apropiación del cuerpo, Doctor?

Algo para derrotar a esta sensación corpórea de alma quebrada,

aunque resulte invisible, aunque pocos la comprendan y casi nadie la perciba.


viernes, 9 de septiembre de 2022

El día en que conocí a Borges

    

Relato ganador del Tercer Premio de Narrativa de la Biblioteca de Bomberos "José Manuel Estrada" - 2015, Provincia de Buenos Aires, República Argentina.





     Goyo había caído enfermo y andaba como un preso castigado deambulando a paso lento por la casa. Una hepatitis. Ni ganas de leer le quedaban al pobre después de varios días de fiebre alta, con un calor de perros y la invisible explosión de cohetes en el pesado aire. Su hermano más chico, Mariano, y su madre vagabundeaban por Adrogué sin saber bien qué hacer para llenar las horas de aquel interminable día del mes de diciembre que pasaría a lo más alto de los anaqueles de la historia familiar en la casona donde habían nacido cinco varones y donde se aburrían unos a otros con ahínco a diario: sólo los libros los salvaban. Y rompió aquella calma chicha el timbre. Corriendo fue el menor de los cinco a espiar por la cerradura para ver si era el cartero que traía alguna tarjeta navideña de los parientes de la provincia, pero no. Era un viejo con un ojo medio revirado, y entonces, como le habían dicho un millón de veces, no abrió la puerta para ver qué se le ofrecía al extraño señor de cabello engominado. Pero el señor insistió con otro timbrazo y suaves golpecitos de su bastón sobre el portón del frente, la curiosidad infantil le ganó la pulseada a la prudencia de las órdenes maternas y se entornó la pesada puerta blanca:


-Sí señor, dígame. ¿Qué se le ofrece?

-Vengo a visitar a Goyo. Soy Jorge Luis Borges. Seguro Goyo ha de ser tu hermano mayor. Él concursó en televisión contestando preguntas acerca de mis libros en ese programa tan afamado, Odol pregunta. Allí lo conocí y he venido a verlo. ¿Se encuentra tu madre para explicarle?

Volando fue Mariano a llamar a la madre, que se había tirado un rato sobre un sillón a la fresca en la sala de lectura con un libro y una taza de té helado. A la mera mención del nombre que hasta Mariano, con sus cinco añitos, conocía bien, nombre que figuraba en varios libros que habitaban la casa y que le había dado a su hermano mayor el dinero tan ansiado para comprarse ese caballo tan deseado, a la madre se le cayó la taza de la mano.

-¿Borges? ¿Borges, acá en la puerta, decís? ¿Estás seguro, Mariano? A ver, dejame ver.

Y era Borges nomás. Con su bastón de dandy porteño, un traje clarito y liviano y zapatos al tono. Colgando del dedo índice de la mano que no asía el bastón traía un paquete de macitas de la confitería Las Delicias atado con una cinta riboné color amarilla, como si portara una bandera que anunciaba que venía en son de paz y que este general de ciegas guerras con las palabras era el elegido heraldo de la visible y luminosa insignia de quien se había bajado del caballo al que nunca se había subido ni se subiría jamás.

La madre se sonrió y se arregló disimuladamente la blusa que llevaba medio desprendida en la penumbra del zaguán.

- ¡Ay, pero qué sorpresa tan inesperada, qué alegría, qué honor! Pase, Maestro, por favor. Goyito está en cama ahora. Se pescó una hepatitis los últimos días de clase y anduvo con fiebre alta por estos días. Pero pase, por favor, póngase cómodo, siéntase como en su casa, faltaría más. Tome asiento. Un momentito que lo voy a llamar.

Un risueño y entrador Borges insistió en que no se molestara a Goyo ya que no le convenía salir de la cama, que él subiría a su dormitorio, siempre y cuando le pareciera bien a la madre, y charlaría un rato con el pibe para no importunar. La madre se le quedó mirando: no podía creer que el tipo fuese tan sencillo, tan ubicado, y que, encima, tan elegante y tan bien puesto, se fuese a meter al nido de caranchos en el que se debía haber convertido la pieza de Goyo luego de que ella la aseara debidamente esa misma mañana. Se le ocurrió ofrecerse a llevar una bandeja para tomar el té arriba y así obviar la vergüenza que le iba a causar la entrada triunfal del Maestro.

-¡Estupendo!- exclamó Borges - Un buen té para acompañar estas masitas que he traído, pero qué gran idea. Aquí tiene, señora.

Y subieron por la escalera, con las masitas colgando del índice materno diestro ahora, el que mostraba el obvio camino ascendente. Con la otra mano, la madre tocó a la puerta, y Goyo preguntó con vozarrón de pocos amigos qué quería la vieja.

-Acá te vino a visitar Don Jorge Luis Borges, Goyito.

El pibe saltó de la cama y abrió la puerta de un zaque, sin disimular su excitación y sintiéndose totalmente repuesto. Era como ganar el Odol de nuevo, como sacarse la grande, qué se yo, era descomunal, un íntimo deseo jamás expresado pero al fin cumplido: ¡Borges vino al pie, a verme a mi casa de Adrogué! Tanto sabía de los pormenores de sus escritos, de su vida, tantas respuestas correctas que había respondido en la tele "con seguridad" en su "Minuto Odol en el aire", y ahora, por fin, lo tenía para él solo, sentado en la silla al lado de su cama donde había practicado en voz alta y soledad tantas veces para concursar en la tele.




   Charlaron de bueyes perdidos, de Adrogué, del colegio de Goyo, de sus planes de hacerse médico y luego viajar. Borges le relató algunas anécdotas de sus viajes, de la casa de Palermo, de su infancia, de sus veranos en ese laberinto amado, arbolado y circular que es Adrogué, perfumado de eucaliptos y suspendido en el silbido de las casuarinas en el viento de la tarde. En eso irrumpió la madre con la bandeja paqueta y las tazas heredadas que se reservan en todo hogar que se precie de tal para las visitas. Se le dio debida apertura al paquete de masas secas y se procedió a la ceremonia sajona que la madre de Goyo conocía bien, por ser de ascendencia irlandesa, la ceremonia del "five o'clock tea" en pleno verano porteño, como si tal cosa.

Fue Borges quien rompió el hielo que no se derretía ni bajo el enorme ventilador de pie de la pieza de Goyo con su recuerdo perenne de su propia madre, quien le había legado ese gusto por el té inglés y por las buenas canciones irlandesas.

-¿Y cuál era su favorita, Don Borges? Le pregunto porque mi mamá me cantaba siempre una que dice más o menos así, a ver si la conoce Usted, y disculpe si no entono del todo afinado:

"Oh Danny Boy, 
The pipes, the pipes are calling 
From glen to glen, and down the mountainside. 
 The summer's gone, and all the roses falling. 
 ´Tis you, 'tis you, must go and I must bide. 

-Pero, caramba, Señora mía, ¿cómo no la voy a conocer?

Y se pusieron a canturrear juntos, entre lagrimones, la madre, Borges y Goyo, extasiado ya de tantas masitas para el cuerpo y para un alma que grabaría este momento a fuego en su memoria:

"But come ye back 
When summer's in the meadow 
 Or when the valley's hushed and white with snow, 
 ´Tis I'll be here in sunshine or in shadow. 
 Oh Danny Boy, Oh Danny Boy, I love you so."





Un encuentro casual

                                                               

    "Líbranos, Señor,
de encontrarnos,

años después,
con nuestros grandes amores."

Cristina Peri Rossi, "Oración"

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Un encuentro casual...
¿Quién lo diría?
Después de tantos años sin vos, 
de tanta vida, 
no pensaba que
mis piernas temblarían
perdiendo su control del taconeo,
ni que me haría agua en el deseo
de tus manos tan cerca de las mías,
manos de infiel varón, inalcanzables,
manos de mariposa trepidante
que alguna vez volaron mi alegría
condenándome al exilio, a la deriva.

Menos mal que 
me invitaste a tomar algo,
que pude hablar del tiempo,
de esta loca ciudad, que pude sonreírme,
que el café logró ponerme un tanto sobria
y sacó algo coherente de mi boca,
que no te diste cuenta de 
que ardía embriagada en tu voz
justo cuando, debajo de la mesa,
tu pie palpó levemente
mi cordura de mujer que, se supone,
ya tiene todo bien resuelto
en estos frentes... 

Por un momento
temí ahogarme en el café caliente de tus ojos,
temí ser descubierta en lo indebido
 de soñarte despierta tanto tiempo,
temí que ni la excusa de lo tarde que se hizo
me salvara del deber de la partida,
que ni el bullicio del bar me silenciara:
temí que a plena luz del día, 
 sin anestesia ni alicientes,
sin importarme tu alianza de casado
ni la mía, por fin te gritaría
a viva voz, que, aunque no lo merezcas,
al olvido yo nunca te he librado.

La que te ama de verdad




Querido mío, 
mujeres hay de todo tipo:

las hay felinas,
 que jadean, aúllan, ronronean,
gruñen, arañan y hasta patean;
mujeres que, cual aves,
se elevan, aletean y planean.
Hay mujeres unicornio:
con sus alas te cabalgan
y te vuelan los sentidos
- es probable que jamás las hayas visto.

Mujeres hay de sabia lengua,
 silabean, riman, cuentan para componer poemas.
Están las tímidas: languidecen y desaparecen
o se sonrojan y se sofocan.
Están también - y esto es sabido - las trapecistas y equilibristas,
las que al mecerse te estremecen, 
te escalan, te trepan, te hamacan, 
te ombliguean y te marean.
Se sacuden, se menean, se contorsionan,
te cuerpean, te desmayan y ni parpadean.

Hay mujeres que se transpiran y hasta se orinan,
que se adelgazan o bien se ensanchan,
crecen, rejuvenecen, se plenifican, 
se entonan, se estiran, se tonifican,
se potencian, se vengan, se reivindican,
se inmolan, se purgan, se resucitan.
Las que se salvan y te redimen,
las que te atan y te maldicen:
tiemblan, tiritan, se erizan,
se arquean, deliran y vociferan.

Te presienten y así te encienden,
 voraces cómplices, de risa mueren,
te arden, te queman y te refrescan;
paradójicas, histéricas, locas,
te vacían y te colman, te hambrean y te alimentan:
carnívoras, tal vez omnívoras,
te engullen, te mastican, te saborean, te paladean, 
te pican, te cosquillean,
te besan y te envenenan, 
te poseen y así te enloquecen.

Mujeres hay de toda clase,
pero quiero que sepas lo siguiente:
la que de verdad te quiere
es la que llora cuando llega
- tomála en serio, Señor mío,
jamás de una así te burles,
ni se te ocurra subestimarla,
de llanto fácil tildarla.

La mujer para quien
el placer deviene lágrima,
la que al cabo de alcanzar
ese fragor de intimidad y de carnal eternidad
en el que, amantes, los dos se funden
en orgásmica pleamar,
se deshace en pucheros y sollozos
sin poder evitar así rezar:

"Ay, Dios mío, 
que sea yo la primera de los dos
en partir de este mundo,
te lo pido por favor."

...Esa es la que te ama de verdad.